COLUMNISTAS
la importancia de las instituciones

¿Construyendo puentes o levantando muros?

La democracia ha ingresado hace tiempo en Argentina en un proceso de redefinición de sus actores e instituciones. Un proceso que ha tenido un hondo impacto en los mecanismos de acumulación y distribución del poder político en el país.

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La democracia ha ingresado hace tiempo en Argentina en un proceso de redefinición de sus actores e instituciones. Un proceso que ha tenido un hondo impacto en los mecanismos de acumulación y distribución del poder político en el país.
También sigue pendiente la consolidación de una democracia que exprese calidad institucional en términos de una apropiada cultura política, base indispensable para dotar de legitimidad –y por ende de autoridad– a dirigentes e instituciones.
En 1983, una amplia mayoría de argentinos estaba convencida de estar viviendo una oportunidad histórica, asociada a la esperanza que generaba el inicio de un nuevo ciclo, capaz de clausurar aquellas viejas antinomias que en el pasado habían impedido la innovación y el cambio político en el país. Pero en 1989, una Argentina socialmente tensionada, con una economía colapsada y una cuestión militar irresuelta, volvía a mostrar cuán lejos del alcance del liderazgo democrático y de capacidad asociativa mostraba una dirigencia que no supo o no pudo alcanzar el desafío de un acuerdo democrático para resolverlo. Y en 2001, el país despertaba al grito de “que se vayan todos”, como respuesta a una nueva defraudación ciudadana, consecuencia del fracaso de un proyecto de gobierno que pretendía reparar las secuelas dejadas por el menemismo y producir un cambio cualitativo en el sistema político del país.
Desde entonces, la sociedad ha ido avanzando y retrocediendo, reorientando sus búsquedas, enhebrando esbozos de identidades y sobreviviendo a la larga historia de ciclos cada vez más cortos de esperanza y desencanto.
Vivimos una época de pesimismo generalizado sobre el cómo y el para qué de la política. “El rasgo más conspicuo de la política contemporánea –según C. Castoriadis– es su insignificancia: los políticos son impotentes. Ya no tienen un programa. Su único objetivo es seguir en el poder.”
Con el debilitamiento de las antiguas diferencias ideológicas, la batalla política deja de ser asociada a la confrontación de ideas y pasa a ser considerada una mera lucha por el poder.
De tal manera, la puja política ya no se desenvuelve en el plano de las ideas, sino en el plano de la emocionalidad, el manejo de la imagen y la adaptación a los vaivenes de la opinión pública.
Por ello, los políticos que tienen mejor imagen son aquellos que aparecen mejor dotados ante la opinión pública. No tanto en capacidad, idoneidad o claridad de metas, sino aquellos a los que se asocia con atributos como austeridad, sencillez, cercanía con la gente, transparencia y por supuesto honestidad. Atributos que están lejos de pertenecer, según el sentir popular, a la categoría genérica de dirigente político tradicional.
El punto crucial de esta lógica es que, sobrepasada la etapa de la seducción, la dirigencia debe gestionar y ofrecer algún tipo de respuesta: rendir cuentas a esa voluble y cada vez menos paciente ciudadanía que exige respuestas rápidas a sus problemas.
Y para ello la sociedad intuye que son necesarias políticas de acuerdos que delineen algún grado aceptable de certidumbre hacia el futuro. Por ello, lo que la ciudadanía pide hoy frente a la crisis económica y la incertidumbre es liderazgos que apacigüen, que den certezas más que discursos confrontativos que activan la crispación, el temor y la incertidumbre.
En esa fórmula se adivinan los contornos de una nueva sensibilidad política, menos dispuesta a postergar la propia responsabilidad del control ciudadano sobre la conducta de los gobernantes.
Esa nueva sensibilidad parece disminuir los márgenes de aquellos que han hecho de la “cultura de los resultados” –sean ellos sociales o económicos– un argumento pragmático a favor de la centralización y la delegación política.
Así, la ciudadanía parece empezar a advertir que el “cómo” también importa y que ese desdén institucional, en el largo plazo, termina privando al país de resultados –en materia de reparación social, inversiones, etc.– y de las consabidas ventajas de retener en manos de los ciudadanos la última palabra en materia de soberanía política.

*Socióloga y analista de opinión pública.

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