A mí personalmente me encantó la convención radical de la otra noche, incluidos sus incidentes y su desfile de desgarrados por la historia. Ernesto Sanz estuvo bárbaro con su giro a la derecha espesa y rancia; mucho mejor, para mi gusto, que los coqueteos de centroizquierda en los que se emplearon hasta hace poco, con un esmero político que hoy se nos revela laborioso, si es que no lisa y llanamente impostado. Mejor hacer, al fin de cuentas, lo que hizo Sanz, o lo que antes hizo Carrió, y ganamos los argentinos en tiempo y en sinceridad.
Porque después queda el radicalismo en el Gobierno, con sus banderas progresistas y populares, y hay fusilamientos en la Patagonia o dobles masacres en solamente una semana, como sucedió con Yrigoyen; o proyectos que ilusionan (y los integrantes del grupo Contorno no eran precisamente ingenuos) para pasar de inmediato a la traición, como sucedió con Arturo Frondizi; o desplantes a la voluntad ciudadana mediante la interdicción de sufragios, como sucedió con Arturo Illia; o alianzas soi disant de centroizquierda que pusieron de ministro a Domingo Cavallo y concluyeron a matanza limpia en plena Plaza de Mayo, como sucedió con Fernando de la Rúa.
Sanz nos ayuda así a percibir que en “centroizquierda” no hay ninguna fusión, sino más bien un oxímoron (por eso nunca los voto, ni voto tampoco a los peronistas). La cosa se tuerce a la corta o a la larga, como se torcieron la boca de Binner, la voz de Solanas, los ojos de Tumini, con la implosión autodetonada de ese proyecto de República que hasta hace unos días se llamaba UNEN.
David Viñas solía hablar de los que se suben al caballo por la izquierda pero se terminan bajando por la derecha. Preferible es verlos subirse por la derecha, ya que les sienta, antes de empezar con el trote o el galope. Porque después, a menudo, no se bajan sino que se caen, y en el porrazo nos golpeamos todos.