Pelo cano bastante largo, alborotado; barba, polera blanca bajo el saco oscuro, mocasines. Esa solemnidad informal, ese aire de soy profundo... Lo miro y lo vuelvo a mirar: estoy ante un intelectual de los años 60, de esos que de niña observaba con admiración edípica. El siglo se termina y ya no soy una niña pero el tiempo no ha pasado para Alain Robbe-Grillet, el escritor de la Nouvelle Vague, el hombre que imaginó Hace un año en Marienbad. Ver la película de Alain Resnais era, para mi generación, una iniciación obligatoria. Había que zambullirse en ella hasta sentir vahídos porque allí todo terminaba y volvía a empezar, el tiempo se disolvía, se multiplicaba al infinito, los objetos se desdibujaban, las certezas temblaban, la memoria misma del cine conocido hasta entonces parecía absurda.
—Los objetos nos son radicalmente extraños. Vivimos en un mundo que no comprendemos. Mi obra no quiere tratar de arreglarnos con ellos, de camuflar la incomprensión, de simular armonía. Hay angustia, y yo no debo ocultarla.
Así habló Robbe-Grillet ante cientos de jóvenes en los coloquios que dio durante el Festival de Cine de Mar del Plata, donde ofició de presidente del jurado. Con precisión, desarrolló la típica teoría de las vanguardias, su vocación de perturbar al lector-espectador, despojarlo de certezas para enfrentarlo a la libertad, shockearlo y desautomatizar sus percepciones.
Volví a escucharle lo mismo dos días después, entrevistándolo; lo escuché desde el túnel del tiempo, un poco enojada porque el mundo había cambiado y él parecía no notarlo. Hasta que viajé con él en una combi rumbo a Villa Ocampo y lo vi en el centenario parque de la mansión de Victoria, la exótica anfitriona de los intelectuales europeos (“una sudamericana rica que nos puede llevar a Sartre y a mí a Buenos Aires”, al decir de Simone de Beauvoir en una carta que cito de memoria, de fines de los 40). Inclinado sobre la lavanda del parque de Villa Ocampo, el Escritor de Vanguardia se había olvidado del radical extrañamiento del mundo y acariciaba las hojas con ternura, se sumergía en el arbusto para oler, abrazaba a su mujer.
—Las quiero a las plantas, son buenas amigas mías –dijo.
Puede ser que el mundo natural y Robbe-Grillet se lleven mejor de lo que él dice en sus obras, o que éstas, precisamente, le hayan servido para exorcizar su mala relación. Lo cierto es que el prestigioso fundador del Nouveau Roman (movimiento de novelistas franceses que escandalizó a la crítica literaria de los años 60), el cineasta experimental, el hermético escritor del objetivismo, no era distinto de un jubilado de plaza que disfruta del sol, de su mujer de tantos años y de la simpleza de la vida recorriendo Villa Ocampo.
Cuando Robbe-Grillet me dijo que iba a casa de Victoria para hacerle un “homenaje”, creí que se trataba de un acontecimiento oficial. Pero yo misma tuve que hacer que el chofer, que era porteño, averiguara el camino hasta la Villa. Es que el “homenaje” era un rito privado: él y Catherine habían solicitado al Festival hacer una visita al lugar.
A diferencia de tantos intelectuales franceses, Robbe-Grillet hace gala de su interés por otras culturas, incluida la argentina. “Me opongo al nacionalismo cultural. A mí me influyó Flaubert, pero también Kafka, y Joyce, y Faulkner, y Borges”, dice. Ahora, caminando por Villa Ocampo, parecía querer absorber los vestigios que pudieran haber dejado grandes escritores que habían estado allí. Borges, pero también Bioy Casares. Le señalan la casa que fue de Bioy y Silvina Ocampo, se ve bien desde el parque de la Villa con sus negros techos, su oscura, oprimente suntuosidad.
—¿Sabe?, hoy creo que escribí el guión de Hace un año en Marienbad porque leí a Bioy Casares. En realidad, cuando escribí pensaba en Goethe, que hizo su Elegía de Marienbad. Pero ahora me doy cuenta de que mi obra tiene mucho más que ver con La invención de Morel. Hace poco la releí y descubrí que Bioy nombra Marienbad en las primeras páginas. ¿Usted estuvo en Marienbad? Está en Checoslovaquia, es un lugar muy chic, una villa de cura y reposo. Durante el siglo pasado y parte de éste iban allá las familias nobles de toda Europa. Bueno, en La invención de Morel no sólo se nombra Marienbad, el protagonista está en una isla y las primeras proyecciones virtuales que ve son de gente vestida de fiesta. Toda esa gente de alta sociedad, estática, que aparece en mi película, puede venir de allí. Y además: un hombre que se enamora de una mujer que está en otro mundo y en otro tiempo... Eso que pasa en La invención de Morel también se puede decir que pasa, aunque de otra manera, en Hace un año en Marienbad.
—¿Pero usted cuándo leyó “La invención de Morel”?
—Creo que en 1957, en cuanto se publicó en Francia. Entonces apareció una reseña mía de la novela en la revista Critique, que dirigía Georges Bataille. Y escribí el guión de la película en 1960. Bioy era un completo desconocido en Francia, yo descubrí el libro y me pareció extraordinario.
Seguimos en el parque. Catherine le muestra los arbustos de romero. Es una mujer menuda y elegante, lleva el pelo gris, recogido en un rodete; los hermosos ojos claros destellan inteligencia, su cara es perfecta; envejeció sin rencor.
—Qué vieja es la planta –se admira. Me explica–: En nuestra casa el romero no vive en invierno, muere por las heladas.
Los anfitriones oficiales informan que la casa de Victoria, construida totalmente en madera, fue hecha traer por ella de Gran Bretaña, tablón por tablón. No tiene ni un tornillo que no haya venido de allí.
—¿Pero por qué hacerse traer una casa? ¿Por qué no construirla aquí? –pregunta el matrimonio, consternado.
Les cuentan que la excentricidad de Victoria asombró a los funcionarios de la aduana y que el material estuvo detenido varios meses, porque no sabían bajo qué rubro darle permiso de importación. Les digo que las clases dominantes de mi país tenían ese tipo de relación con Gran Bretaña y con Francia. Y pienso, pero no digo, que Victoria no sólo importó maderas y tornillos; con similar espíritu se trajo a los parques de sus casas a escritores como él. Algo así debe estar pensando Robbe-Grillet, porque se acerca y me susurra:
—Yo la conocí, ¿sabe? Catherine y yo estuvimos en su casa de San Isidro. A ella no le gustaron mucho mis bromas.
Robbe-Grillet ríe, le pido explicaciones.
—Eso –me dice– se lo voy a contar en el trayecto de regreso.
Entramos a la casa, que se volvió museo.
—Lo mismo va a pasar conmigo. Nosotros vivimos en un pequeño palacio Luis XIV, con un parque de unas cinco hectáreas. El Consejo Regional de Normandía adquirió nuestra residencia para que sea patrimonio cultural de la región. Por supuesto, mientras estemos vivos vamos a seguir allí. Pero después va a ser un museo. Ya ve, me he vuelto un monumento histórico...
—Pero eso un poco le gusta...
—Y, sí, me pone orgulloso...
Los anfitriones señalan los objetos de las vitrinas, explican sus orígenes, dan fechas. Cuando vacilan con algún dato, Catherine codea a su marido:
—Nosotros tenemos que dejar escrito de dónde viene cada objeto, en casa –dice zumbona–. Así los que visiten aprovechan…
Ella toma una foto tras otra. Hace fotografía fija en cine y participó en las películas de su marido. Se lanzan miradas cómplices, comentarios en voz baja. Los empapelados, el lavabo de un baño, todo es constantemente comparado con su propia casa. Los Robbe-Grillet también están recorriendo la Villa como si visitaran su propio museo cuando ya no estén. Pero no hay soberbia, ni melancolía, ni morbosidad. Hay curiosidad casi infantil.
El tiene 74 años aunque no los aparenta. Ella, tal vez menos. Su presencia en el Festival ha venido produciendo una conmoción ambigua en conocidos cineastas de trayectoria: elogios y reconocimientos se mezclan, a veces en las mismas personas, con comentarios maliciosos. El director y guionista Paul Schrader dijo, por ejemplo: “La revolución literaria y cinematográfica de Robbe-Grillet fue importantísima, pero ya se terminó. Qué notable: su revolución se terminó pero él está todavía vivo. Es raro ver a alguien que sobrevivió a su propio aporte.”
Yo le había preguntado a Robbe-Grillet:
—Ustedes, los escritores del Nouveau Roman, querían producir un efecto político: perturbar al lector. ¿La posibilidad de perturbar se terminó hoy?
—No. Sólo podría haberse terminado si el mundo se hubiera vuelto equiprobable, si fuera igualmente posible que ocurriera cualquier cosa. En tanto que hay una chance más fuerte de que algo pase en vez de otra cosa, hay una posibilidad de shock, de crear un acontecimiento improbable. Claro que podemos imaginar que un sistema no pueda producir más escándalo porque todo se volvió equiprobable. Es el ejemplo que da Umberto Eco en su Obra abierta. Cada nueva diferencia en arte se dibuja sobre el horizonte que los otros creadores ya han construido. Imaginemos una playa junto al mar que fue completamente alisada por el viento: en esa arena es muy fácil producir un shock marcando una huella. Si cualquiera camina por allí, es fácil decir: “Alguien pasó”. Pero llega un momento en el que diez mil personas pasaron todo un día, entonces el horizonte cambió: en vez de la arena lisa tenemos como montecitos y ese piso ya no puede aportar una información, no puede indicar lo que es posible que ocurra y lo que no. No puede si se trata de estudiar o predecir recorridos de huellas de zapatos... Pero basta tomar una bicicleta para que empiece todo de nuevo...
—Por lo tanto, usted es optimista. El arte siempre podrá perturbar y abrir caminos nuevos a los humanos.
—Sí, yo soy demasiado viejo pero pienso que no es cierto que toda la gente es imbécil. Ahora se dice que los jóvenes ya no se interesan en nada. No es verdad, yo conozco jóvenes y no son todos así... Seguramente ellos aportarán alguna otra cosa, y producirán el shock.
—Señor Robbe-Grillet, queremos darle nuestras películas.
Una chica y un muchacho de poco más de veinte años le ofrecen dos videos. Ella es sobrina de una de las autoridades municipales; él, su novio. Hablan francés, estudian cine, han visto sus filmes, han leído libros suyos y le rogaron al tío que los dejara estar en la visita a la Villa.
Robbe-Grillet observa los videos como si fueran una condecoración, de las mejores que ha recibido. El y su mujer interrogan a los jóvenes sobre las obras, intercambian direcciones, prometen opinión. Será un monumento histórico y no aportará otra revolución estética, pienso, pero es generoso y no siempre de mármol. Dirá que “el rock sólo sirve para dejar sordos a los jóvenes” pero los jóvenes lo entusiasman.
—Le debo una historia –dice de regreso–. Debe haber sido en los años 60, había un coloquio del Pen Club en Buenos Aires. Victoria nos llevó a navegar por el Tigre en su barco. Nos divertimos mucho, estaban John Dos Passos, el poeta inglés Stephen Spender y otros. Hay una foto donde Catherine está agarrada al timón del barco, Dos Passos atrás con cara de terror porque ella maneja y yo muestro una botella de whisky dada vuelta, vacía, mirando a Dos Passos (que tomaba mucho) con desolación. Victoria nos llevó a su casa en San Isidro. A mí me impresionó. Estaba enteramente ocupada con fotos, cuadros y hasta estatuas de ella cuando era joven y hermosa. Ella se me acercó y me dijo: “Quisiera hacer algo con este lugar. ¿Qué le parece si hago una casa para escritores?”. “Más bien yo haría un burdel de lujo”, le contesté. No le hizo mucha gracia. Después escribí una novela, La casa de citas, y el burdel de lujo que hay allí está bastante inspirado en la mansión de Ocampo. En el libro la madama se llama Ava, nació de una mezcla de Ava Gardner y Victoria. Incluso en el manuscrito que doné a la Biblioteca Nacional hay un agradecimiento a Victoria que no publiqué, como usted se imagina.
Robbe Grillet termina de filiar por segunda vez una obra suya en la cultura argentina cuando la combi llega al hotel. Nos despedimos. “Es verdad que está vivo –pienso mientras me voy–, el sol no secó toda la ropa de la vieja Europa.” En ese momento me llama:
—Una cosa: si escribe esa anécdota mía con Victoria, no la cuente con crueldad.