El presidente francés, Emmanuel Macron, anunció que la primera parte de la cuarentena llegará a su fin el 11 de mayo. Elogiado incluso por la prensa opositora por haber admitido errores, aseguró que se potenciará el uso de tests que son, según muchos especialistas, la vía más eficaz para combatir el Covid-19, sobre todo cuando se aplican en población asintomática, y que el confinamiento completo se reservará a los grupos vulnerables.
Desde que arrancó la cuarentena, a mitad de marzo, y hasta hace una semana, los parisinos pudieron hacer una hora de deportes solitarios al aire libre en cualquier momento del día, pero una nueva normativa redujo el horario habilitado. Ahora solo está permitido salir con fines deportivos antes de las 10 de la mañana y después de las siete de la tarde.
El resultado no es alentador: como estudiantes cuando suena el timbre del recreo, decenas de corredores y caminantes se lanzan a la calle chocando unos con otros, propiciando la cercanía física en tiempos de máximo aislamiento social. ¿Por qué se sigue permitiendo que salgan con una finalidad que, a simple vista, puede ser juzgada como no esencial? En París, la mayoría vive en espacios cuyo tamaño promedio es significativamente más chico que el de un departamento porteño. El baño compartido, el monoambiente de 16 metros cuadrados y la cocina integrada al cuarto en el que está la cama son moneda corriente para una población que rindió culto a las reuniones en bares, las caminatas al lado del río y los picnics en plazas, como formas elegantes de paliar la claustrofobia.
Estos ritos desaparecieron no bien se celebró la primera vuelta de las elecciones municipales, motivo del tardío inicio de un encierro que finalmente llegó, agravado por la falta de espacio. Eso que puede ser entendido como una demanda burguesa en algunos lugares y para algunas personas, como el argentino Nicolás del Caño, para quien salir a correr es un lujo de las clases acomodadas, resulta para muchos habitantes de las grandes capitales europeas una necesidad imperiosa que justifica ponerse y poner a otros en riesgo. Desde sus ventanas y balcones, algunos habitantes de París ven –hoy rodeados de rejas o guardias– los parques de La Villete, Belleville, Bois de Vincennes o Butte Chaumont, floridas tierras prometidas del esparcimiento que los convocan como cantos de sirena. Responden a ese llamado primitivo y corren pegados a sus rejas; también corren bordeando el Canal o por pasajes y avenidas, y se montan en skates, bicicletas y monopatines, como guiados por un impulso tanto de supervivencia como de muerte. ¿Son suicidas, irresponsables o idiotas? ¿Desean prolongar el horror de la pandemia por puro individualismo?
La cuarentena es un esfuerzo inesperado que está lejos de ser perfecto, menos aún si no se acompaña de otras medidas sanitarias. Como todo lo que se impone de un día para otro, arrastra efectos colaterales. En Argentina, universidades y escuelas recurrieron, tras varias disputas entre estudiantes y docentes, a las clases a distancia. Algunos las ven como una buena solución, otros destacan su falta de solvencia frente a las clases presenciales y otros no acceden a ellas por falta de tecnología. Las prácticas que son fruto de la urgencia acarrean, inevitablemente, contradicciones.
Los parisinos que corren pese a todo constituyen una imagen elocuente de eso que no podemos controlar, eso que cada uno vive de manera diferente y que es capaz de llevarnos a la temeridad, el error o el conformismo, con tal de no sufrir tan intensamente el desasosiego que aparece cuando ya no hay absolutos imaginables. Anunciando con casi un mes de antelación el alivio del encierro, Macron quiso mostrar que comprende una necesidad de la que casi nadie está a salvo: la de marchar rumbo a un horizonte posible.
*Periodista y guionista.