Los tiempos de la veda política se me vinieron encima así que mi análisis del segundo debate presidencial (que fue muy diferente del primero) pasó a mejor vida.
Hablando de mejor vida, estoy modificando mis hábitos alimentarios, un poco por propia convicción y otro poco por recomendación médica.
Hablé del asunto con la eminentísima doctora Sandra Contreras, con quien coincidí en un congreso en Río de Janeiro hace unas semanas. Ella había notado que yo había bajado de peso y, curiosa sobre el método que había seguido, quedó sorprendida de que no hubiera ninguno (más allá del sentido común). Le comenté que nuestra común amiga, la doctora Florencia Garramuño, me había hablado de un método milagroso en un congreso en el que habíamos coincidido en mayo en la plúmbea ciudad de Boston.
Entusiasmada, la doctora Contreras me dijo que ella había seguido esa dieta y que podía pasarme el pdf del libro La dieta del metabolismo acelerado de Haylie Ponroy, con la colaboración de Eve Adamson. “No es magia, pero lo parece”, es el lema que figura en la tapa. Yo diría, teniendo en cuenta el lugar que las mujeres han tenido históricamente en temas de salud y alimentación, que es brujería.
No voy a detenerme en los pormenores de la dieta (cuya eficacia me fue garantizada en varios congresos internacionales) pero sí en algunas de sus premisas, que me resultaron reveladoras.
Por ejemplo: yo siempre fui un crítico acérrimo de las posiciones antipán y contratríguicas. Me parecía un absurdo que aquello que constituía uno de los reclamos más antiguos de la humanidad (“el pan nuestro de cada día...”) hubiera caído bajo el umbral del veneno.
Ponroy, que además de nutricionista tiene formación en ciencias agrarias, lo explica con claridad: el trigo ha sido manipulado genéticamente para sobrevivir a plagas, sequías y otras catástrofes naturales. ¿Cómo iba el organismo humano a poder digerir aquello que fue hecho para resistir a todo? Con el maíz pasa otro tanto.
El truco es entregarse a la rotación sistemática de alimentos naturales definidos en días específicos y a horas estratégicas (hay que comer cada tres horas), con algunas pocas prohibiciones: las comidas artificiales (que suelen tener siempre más productos químicos que nutrientes), comida chatarra o golosinas, el azúcar refinada y, ay, el café.
Pienso en mi libro de recetas recién impreso, Las cuatro estaciones, y es poco lo que tendría que cambiar.