Parece que sí, que tenía razón Walter Benjamin. En el mundo contemporáneo, la experiencia se encuentra en franca declinación. Cada vez es más difícil encontrar a alguien que sepa contar bien una historia extraordinaria. En parte, vamos a admitirlo, porque la vida ordinaria nos traga, y a lo largo de los años y los días se torna poco menos que imposible que nos suceda alguna cosa que esté fuera de lo común. No pasa nada, no nos pasa nada. Pero también decae, o sucumbe redondamente, ese “arte de narrar” que Benjamin selló para siempre en la imagen imborrable de los soldados que volvían mudos del frente de batalla, no más ricos, sino más pobres en experiencias transmisibles. De todo eso que habían vivido, y que había sido para ellos tan atroz como completamente nuevo, nada les quedaba que pudiesen narrar en el regreso.
No obstante perdura hasta hoy, y hasta refulge, el prestigio de la experiencia vital. En la literatura aparece bastante a menudo esa perentoria exaltación del vivir vidas intensas, en la certeza de que servirá de nutriente prodigioso para las narraciones literarias (las dotará de eso que, de acuerdo con este enfoque, importa y decide: las “buenas historias”). Queda de lado así la perspectiva opuesta, la de Madame Bovary, la de Don Quijote de la Mancha, de que la literatura fascina precisamente porque la vida es anodina o mustia, y en cualquier caso insuficiente.
No nos pasa nada, esa es la triste verdad. Por eso seguimos con tanta atención las eléctricas peripecias de las personas a las que sí les pasa algo. Por ejemplo, este domingo, a Omar “Gurí” Martínez, piloto de automovilismo. Qué le pasó: tuvo un accidente con su Ford en la carrera de Turismo Carretera. Fue en Nueve de Julio, provincia de Buenos Aires, y la rabiosa pirueta de su auto en colisión lo hizo volar y dar nada menos que cinco vueltas en el aire antes de quedar abatido y quieto.
He ahí al “Gurí” Martínez. A él sí que le ha pasado algo. En procura del destello prodigioso de esa experiencia impar, la prensa acude e interroga. Le preguntan al “Gurí”: “¿Cómo es el día después del vuelco?”. Pero el “Gurí” contesta apocado: “Igual que los otros días”. Le consultan a continuación: “¿Qué sentiste en pleno vuelo?”. Pero el “Gurí” contesta apocado: “Nada en especial”. Porfían y le consultan por la duración de tanto dar vueltas: “¿No se te hizo muy angustiosa esa espera?”. Pero el “Gurí” contesta apocado: “No tanto como en otras situaciones”. No cejan y lo interrogan: “¿Te impresionó ver las filmaciones del vuelco?”. Pero el “Gurí” contesta apocado: “Algo”. Por no darse por vencidos lo interpelan: “¿Qué te hizo pensar este primer vuelco?”. Pero el “Gurí” contesta: “Nada”.
Esperábamos un Hemingway en el “Gurí” Martínez, pero él nos sorprende y se revela un remedo de Samuel Beckett. “Nada”, “algo”, “no tanto”: las palabras del “Gurí” se regodean en atenuaciones, si es que no en el vaciamiento absoluto. En vez de la vida, la adrenalina, la intensidad, en vez de la aventura y el abismo, en vez de la zozobra descomunal, esto otro: nada, algo, un poco. Corona sus declaraciones con una rara sabiduría, que un poco es de Oriente y otro poco es de barrio: “Son cosas que pasan”. Que es como si en cierto modo dijera: “No pasó nada”.
¿Qué vendría a ser entonces una experiencia de verdad? Quizá lo que postulaba Borges: matar en duelo, morir en duelo, o hacerse puta por una noche. Hay que ser Juan Dahlmann o hay que ser Emma Zunz. Lo demás es jauja. “Cosas que pasan".