En un tiempo en el que las imágenes todo lo recubren habiendo perdido, por ese mismo exceso, buena parte de la magia y el sentido que ostentaron en el pasado, tendemos a pensar que el dibujo (llámese historieta, animado o ilustración, por no hablar de la “plástica”) es algo de comprensión inmediata. Es común que nos autodefinamos, por ejemplo, como amantes de los cómics solamente por haber hojeado las obras de Hugo Pratt, Milo Manara, los superhéroes, el manga, las tapas del New Yorker o el humor gráfico de los pocos exponentes publicados en medios masivos que, por suerte, se resisten a abandonar la famosa página de los chistes. La presunción de que para entender una narrativa visual no es necesario ningún saber porque alcanza con que me guste, corre en el campo de la gráfica con una legitimidad que no se acepta para la literatura, terreno de mayores exigencias en el que suele discriminarse entre consumidores de best-sellers y lectores “verdaderos”.
Gracias a haber asistido hace unas semanas a uno de los principales festivales internacionales de historieta en la ciudad francesa de Angulema, entendí que la existencia de una industria gráfica propicia un abanico de posibilidades inviables en lugares como la Argentina, donde esa industria se desvaneció junto a la debacle de los medios en papel. Del lado de los lectores/espectadores, por lo tanto, no hay mucho para elegir y se extiende la presunción de saber o gustar de algo que, en rigor, apenas se conoce. Lejos de esto, el mercado francés dedica al rubro gráfico incontables títulos al año, en muchos casos con ediciones de lujo, incluyendo a autores de todo el mundo que, a veces, como ocurre con los argentinos, no tienen dónde publicar en su país. Pude ver a algunos de esos autores en el Festival y distinguí, al menos, dos vertientes. La de los que ingresaron a fuerza de abordar temas de agenda como la ecología o el género, y los que van por fuera de los aparatos mediáticos y el público espera con curiosidad y respeto. Recorriendo stands, vi cómo los primeros, pese al apoyo publicitario, trascurrían su tiempo entre libros apilados, muy parecidos entre sí, mientras que autores no especialmente comerciales firmaban ejemplar tras ejemplar. Puesto de otra manera: la multiplicidad de títulos, por sí sola y eludiendo las riendas ajustadas que manejan los medios de difusión, parece haber creado una noción de “gusto” en un público, que, por la existencia de una industria, puede comparar y ponderar para saber lo que quiere, al margen de las directivas sobre lo que tendría que consumir.
Es que en algún momento yo también creí que me gustaba la historieta, una idea que ahora puedo poner en duda, frente a las montañas de papel que deben atravesar sus verdaderos lectores. Porque para saber si algo nos gusta realmente, lo mejor es conocerlo en serio.