Como no leí Las ilusiones perdidas de Balzac pude ver la adaptación cinematográfica de Xavier Giannoli libre de comparaciones y prejuicios. Aunque reservo la típica calificación de “joya” para otras películas –en general estrenadas décadas atrás, porque mi afición al cine y a los directores clásicos o históricos es a esta altura una suerte de enfermedad incurable–, puedo decir que supera con creces lo que viene ofreciendo el cine francés de los últimos años, al menos en el nivel de las grandes producciones. Con una extraordinaria fotografía de Christophe Beaucarne, no recurre al exceso de efectos digitales al que nos acostumbraron las plataformas como Netflix. Tampoco suscribe a los cupos raciales y de género que a veces diluyen la verosimilitud de una ficción imponiendo un actor hindú o asiático a un personaje europeo o una mujer a un rol reservado a un hombre.
Nuestro héroe, Lucien de Rubempre, interpretado por Benjamin Voisin, cuyo ligero aire a Jean-Paul Belmondo en sus años de gloria contribuye al deleite visual que la película dispensa a lo largo de dos horas y media, es un poeta de pueblo chico que anda en amoríos con Louise de Bargeton, una baronesa casada lo suficientemente sensible como para valorar sus versos. Pero será París, con sus tentaciones polimorfas, el escenario en el que se desarrollará el grueso de la historia, llena de paralelos con un presente que se pretende novedoso en sus usos culturales y comunicacionales.
Al llegar a la capital desde su Angulema natal –que aún hoy es bastante apacible pese a ser una de las mecas del cómic a nivel mundial gracias al festival homónimo que se realiza allí todos los inviernos–, Lucien comienza a escribir reseñas en un diario. Tutelado por un joven fumador de hachís que es su editor y amigo, entiende rápidamente que el espíritu de los medios de difusión no es el amor a la verdad o, aunque más no sea, el amor al arte, y que caer bajo la tutela de quienes tienen poder sobre la opinión pública es un mal necesario para quien quiera jactarse de ser artista. En la redacción donde trabaja, predominan el lumpenaje y la joda. Un mono y varios patos pasean entre los muebles mientras los periodistas se emborrachan. En ese contexto, y ya alejado de la poesía, Lucien cultiva deshonestos recursos y piruetas dialécticas para desarrollar su escritura crítica: juzga un texto divertido de poco serio, uno profundo de sentimentaloide, uno erudito de elitista. Aunque aún no existen internet ni las redes sociales, la metodología para posicionar, construir o destruir autores del siglo XIX se muestra como algo que se repite entre los trabajadores de prensa, los influencers y los podcasters de nuestro tiempo. Sin la virtualidad imponiéndose sobre todas las cosas, los procedimientos son analógicos, y ciertamente más cómicos y laboriosos: en las premiers teatrales hay aplaudidores, abucheadores y arrojadores de verduras a sueldo, en las redacciones el like o dislike se destilan a fuerza de pluma y litros de tinta. En definitiva, lejos de la nobleza que algún idealista podría atribuir a los opinadores de una época de oro para la cultura francesa, quienes dan a conocer al gran público piezas teatrales o literarias se sirven de sofismas, falsos halagos o sentencias lapidarias a cambio de alguna ventaja. Mucho de lo que producen surge del chiste o la animadversión y, como sucede diariamente en 2022, no siempre la obra criticada ha sido leída o vista previamente pues, para muchos, con conocer el título alcanza. Y así como en revistas, suplementos, Twitter, YouTube, Instagram o afines alguien con muchos lectores o seguidores puede recomendar cualquier basura haciéndola pasar por buena y viceversa, la crítica parisina de Las ilusiones perdidas opera atenta a todo menos a las cualidades reales de un trabajo.
Sobre el final, es inevitable pensar con algo de tristeza en Balzac, su relación compleja con la crítica, los padrinazgos, los editores, el dinero, la actividad sin tregua… Pero en su retrato sombrío, Las ilusiones perdidas invita, también, a ilusionarse con que La comedia humana trascenderá todo eso para probar que lo bueno, a la larga, prevalece.