Ahora que se fue a Washington y al Maghreb, debe decirse que hay algo en el fondo sano y positivo en esto que hace Cristina Fernández. Recibe y saluda a los extranjeros y sale de viaje por el mundo. Ese lugar de ella es donde el rústico primitivismo de su marido queda expuesto.
En sus 1.650 días como presidente de la Argentina, Néstor Kirchner gozó como un niño con desplantes y destratos al mundo. No recibía las cartas credenciales de embajadores, ni tampoco a líderes del mundo que llegaban. Su marca registrada fueron las llegadas tarde y los plantones. El de por sí cuestionable “vivir con lo nuestro” del respetable Aldo Ferrer, fue para Kirchner vivir agrediendo a los otros. Hasta Hugo Chávez parecía más cálido y seductor.
Creía Kirchner que la crisis argentina y el derrumbe de la gobernabilidad demandaban aislacionismo beligerante e hiriente. Gobernó cuatro años y medio como si la Argentina fuera eterna, blindada e imprescindible, y esos detalles aldeanos de una personalidad insegura y huraña, un plus progresista del que sentirse orgulloso.
Mucho más cosmopolita en ese terreno, Cristina Fernández quería otras cosas y ha tratado de consumarlas. Debe congratularse con toda honestidad a la Presidenta por hacer, sencillamente, lo que corresponde, esforzarse por aproximar a la Argentina a circuitos, redes, instituciones y debates mundiales de los cuales este país se apartó al caer, a fines de 2001, y a los que aún no ha retornado.
Puede y debe polemizarse con contenidos y procedimientos de muchas de las políticas del kirchnerismo, que es, a todas luces, lo más parecido al progresismo realmente existente en la Argentina. Un país cuyo gobierno viola ostensiblemente el derecho de propiedad al estatizar, contra la voluntad de sus afiliados, a las AFJP, se margina de muchos ámbitos mundiales, por más que en lo protocolar sea un poco menos salvaje que el modus operandi del presidente Néstor.
Pueden, incluso, dejarse de lado costados superficiales y exitistas que llevan a la Presidenta a encarar y sostener un relacionamiento internacional del que su marido abominaba de manera explícita. Hay y ha habido siempre en ella, una fascinación portentosa por lo que sucede fuera del país, pero no tengo dudas de que esos deslumbramientos, seguramente causa de las condiciones y el ámbito de su formación infantil y juvenil, son positivos –pese a todo– si se los compara con la hostilidad de Kirchner con el mundo y su ostensible y militante desinterés por todo lo que suceda fuera del agreste espacio de la construcción de poder territorial en el país.
La nueva excursión de la Presidenta en un itinerario internacional variopinto y ambicioso es, así, un fenómeno positivo en sentido estricto. Hay, incluso, valor agregado: va consiguiendo, al bordear su primer año como Presidenta, una educación derivada del contacto con ciudades, países, presidentes, reyes y dictadores.
La Argentina ha sido siempre reacia a ciertas prácticas internacionales, aunque a menudo contradiga esas pretensiones extravagantes con una dependencia psicológica colosal del mundo exterior.
El problema, ahora que Cristina anda por los cielos del mundo, es que de nada servirá un perfil activo y dinámico en materia internacional si desde la Casa Rosada y los espacios del poder se sigue evaluando la realidad planetaria con ideologismos de desesperante inadecuación y, peor, con planteamientos inapropiados, desubicados y a la postre contraproducentes.
En oportunidad del triunfo de Barack Obama, por ejemplo, un diplomático profesional sobre el que no pesan objeciones sustantivas, el canciller Jorge Taiana, tuvo la malhadada ocurrencia de sostener que la derrota del Partido Republicano implicaba la decadencia de las “políticas neoliberales” en los Estados Unidos. Fue un clamoroso disparate que un ministro de Relaciones Exteriores se expresara de modo tan incompetente y –sobre todo– obsoleto sobre un suceso de primer nivel mundial y proyecciones históricas.
Alguien debería haber ilustrado a Taiana que el concepto “neoliberal” no significa nada en los Estados Unidos y que, en todo caso, el Grand Old Party es una formación conservadora y nacionalista. Así como se puso de moda en la Argentina hablar de los hechos del siglo XIX con lenguaje y paradigmas del 900 (llamar, por caso, a Mariano Moreno el primer desaparecido de la historia patria), hay en los políticos que hoy conducen al país una detestable mezcla de arrogancia y falta de conocimientos.
La propia carta de la Presidenta a Obama fue mal escrita y con errores protocolares que desnudan improvisación y pintoresquismo. Cuando todo el mundo lo ha llamado hasta días después del triunfo del 4 de noviembre, “senador Obama”, la Casa Rosada inventó un macarrónico “Presidente-Elect” en su encabezamiento y, según versiones no desmentidas, Cristina anduvo inquiriendo si Obama le respondió.
Es relevante y en el largo plazo bueno para la Argentina que termine el maltrato a las formas, hábitos y convenciones del mundo civilizado y si la presidente se propone abandonar el pedestre estilo Río Gallegos década del 90, por un perfil más sofisticado y maduro, está muy bien para mí.
Sería, claro, muy oportuno que para tal apertura a la vida del mundo, también se apelara a formalidades, conceptos, discursos y sobre todo actitudes serenas, menos prepotentes y más sencillas.
Es práctico y sano no hacerse ilusiones vanas que acentúen ese viejo excepcionalismo argentino, en bancarrota y patético. A exactamente una semana de haber ganado la presidencia de los Estados Unidos, por ejemplo, Obama llamó por teléfono al presidente Lula de Brasil para elogiar su papel en la resolución de la crisis financiera internacional. Obama estuvo 15’ al teléfono con Lula y exaltó el papel brasileño dentro del Grupo de los 20 para buscar una salida a las actuales angustias planetarias. No conforme con eso, Obama elogió los éxitos del desarrollo brasileño y exaltó sus programas sociales.
Está claro que Brasil y México contienen claves principales del hemisferio y países como Chile, Uruguay y Colombia concitan por diversas razones interés y ponderación positiva de los círculos internacionales.
Que Cristina empiece arduamente a remar contra la herencia de los años de desdén al mundo del que hacía gala su marido, es un dato de maduración con valencia inocultablemente positiva. Se desdibujará por completo este impulso, si no va acompañado por frugalidad retórica, solidez conceptual y diferenciación con el vituperable complejo de superioridad local, que nos coloca como asesores ad honorem de gentes a las que queremos darles todo el tiempo lecciones de todo.
Buen viaje por el ancho e insondable planeta, Presidenta. No le enseñe nada a nadie, le encarezco.
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