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Cristina está feliz

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Ella. Cristina Fernández de Kirchner, esta semana, en el regreso a la sesión presencial en el Senado. | Senado

Pasaron más de 150 años. Una cifra histórica. Entonces, Sarmiento presidente visitó a Urquiza en Entre Ríos y este, obsequioso, lo llevó al Palacio San José: un sendero de pétalos de rosas, diligencias tiradas por caballos blancos, banquetes, una apoteótica bienvenida, el fin de largas desavenencias y una exhibición del progreso económico de la provincia. Una muestra: la instalación de una tubería y una canilla para sorpresa del visitante contra la barbarie en la primera residencia de un mandatario constitucional de la Argentina.

Lujos de millonario en aquella época. Estupor por la modernidad. Casi el mismo que, hace una semana, lagrimeando, el gobernador Capitanich se permitió en Charata al inaugurar una canilla semejante para darle agua a los chaqueños olvidados. Se debe reiterar, más de 150 años entre los dos episodios: radiografìa de un país atrasado.

Pero el ocaso periodístico de esta nota, en todo caso, prefiere otras comparaciones menores. Por ejemplo, a propósito de Capitanich y su tarea como jefe de Gabinete en la última administración de Cristina de Kirchner.

Debido a que el actual gobierno le atribuye el último fracaso electoral en las PASO a su falta de comunicación con los medios y la población, se va a incorporar un intermediario en ese ejercicio –sería una mujer que ejerció la profesión en tiempos menemistas, Cerruti–, copiando las prácticas cotidianas que tuvo el chaqueño, no demasiado felices.

La vice se autoinvitó a Olivos y forzó la suspensión de la agenda oficial del Presidente

Todos pensaban en Aníbal Fernández por su devoción a exponerse, pero al parecer se oscureció por obra y gracia de Juan Manzur. Verborrágico, Capitanich tuvo más de un traspié por sugerencia de Cristina –recordar cuando rompió las páginas del diario Clarín, esa paranoia constante– a pesar de que tambien él había plagiado tareas semejantes, diarias, que el transcurso del tiempo ha reconocido como exitosas, realizadas por el titular de Interior de Menem, Carlos Corach (más tarde, continuó en una senda semejante el jefe de Gabinete y portavoz de Duhalde, Alfredo Atanasof, más formal y deliberadamente soporífero).

Cristina se obstina en atribuir a otros la culpa de la derrota electoral. Se le ocurrió trasladarle responsabilidades al apartado Juan Pablo Biondi (quien sigue en España), un funcionario menor de prensa pero entrañable para Alberto, y lo confrontó con la ventaja de que ella era peso pesado y el otro un categoría mosca. Típico. Y se decidió no sólo cambiar al personaje, también su rol. Biondi no hablaba, ahora pondrán a alguien que lo haga, todos los días, en conferencia de prensa.

Lo confirmó Cristina misma el martes pasado, cuando en estas columnas se ratificó su repentina visita a Olivos, forzando la suspensión de todas las actividades del Presidente, imponiendo al menos autoridad en el protocolo. Parece que se aburría en el departamento y que no puede estar ajena a la función ejecutiva, particularmente molesta debido a que Alberto no le anticipara  la renuncia de Highton de Nolasco en la Corte. Justo a quien se considera imprescindible para el tratamiento de esos temas.

Parece que el mandatario, aunque le corrieran la silla y le tocaran los papeles, no cedió en algunas posiciones. Por ejemplo, reemplazar a la dimitente judicial por un hombre. Es una señal, quizás, para lo que puede ocurrir después de las elecciones, gane o pierda el oficialismo.

Por supuesto, en la autoinvitada reunión, Cristina se preocupó por interrogar sobre la nueva política mediática del Gobierno, tema sobre el cual se obsesiona y que una serie de sus soldaditos en distintos rubros le confeccionaron un informe. Fundamento: no inventar nada nuevo, repetir lo de antes, el éxito de Corach, al que intentaron consultar los mismos que llegaron al poder haciendo cuernitos contra el menemismo. Con la anuencia y recomendación de la propia dama. Parece el colmo de un kirchnerista: elogiar al régimen mediático del riojano.

Pero nada es fiel en el kirchnerismo y, por lo tanto, la copia del próximo aterrizaje informativo difiere de aquella época. Corach, todos los días, no brindaba conferencias de prensa, apenas si charlaba con los periodistas a la salida de su casa. Detalle clave:  en el fárrago de demandas y cronistas, en ese cerco insolente, el ministro elegía las preguntas que le formulaban para solazarse y lucirse. E ignoraba otras, perdidas en el aire. Ni necesitaba profesionales, como en la mayoría de los gobiernos, que le facilitaran lo que quería decir.

Le endilgó al mandatario que no le anticipara la renuncia de Highton a la Corte Suprema

Sutil diferencia ahora con quienes se expondrán del Gobierno, por orden, para responder por la fortuna de Máximo o de Cristina, los helados de Alberto, sus contactos con empresarios favorecidos, la permanencia de Guzmán o el conflicto de la vice con el jefe de Gabinete.

En sus apariciones callejeras, Corach no corría riesgos con temas espinosos, respuestas controversiales ni derivaciones complicadas. Se preservaba a sí mismo, también a la organización del Estado. Un estilo casual, casi espontáneo, como el de Charles de Gaulle, quien sin embargo exigía las preguntas por escrito y solo replicaba las que se le antojaba. Además, el admirado ahora ministro por los cristinistas, disponía de otra ventaja: la confianza del presidente, la seguridad de que no sería enviado a la jaula de los leones si pifiaba en una opinión.

Impensable en este gobierno, ya famoso por el “no hacerse cargo”. Este detalle, más la informalidad, son inimaginables en la administración de los Fernández: si lo creen conveniente, el uno y la dos son capaces de dejar estaqueados, al sol, a cualquiera de sus funcionarios. No sería la primera vez.

Por lo tanto, lo que está por empezar esta semana es diferente a lo de aquellos otros tiempos de los malditos 90, es la canilla malversada de hace más de 150 años del Palacio San José, el intento de explicar lo que ni ellos mismos se explican. Pero Cristina está feliz.