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Cristina, nuestra falsa Turandot

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La expresidenta presentó su libro luego de visitar a su hija en Cuba. | Roberto Torres.

Ha sido muy oportuna la puesta en escena de la ópera Turandot en el Teatro Colón, en épocas en que lo que está en juego en la Argentina es la supervivencia de la democracia. Como se sabe, la princesa Turandot, sumida en un atávico resentimiento por el sufrimiento que había tenido una mujer de su estirpe, decide vengarse sometiendo a sus sucesivos pretendientes a un juego macabro: les plantea tres enigmas, el que logre descifrarlos gana el amor de la princesa pero todos los perdedores sufrirán la pena de muerte. Así, sucesivamente, fueron cayendo uno tras otro los desafiantes, hasta que un extranjero, cuyo nombre todos ignoran, logra desentrañar los tres enigmas. Es entonces cuando Turandot, furiosa, quiere romper las reglas del juego. El extranjero le propone que si ella logra saber su nombre antes del amanecer, se revierte la situación: no se casan y él va al cadalso. Turandot ordena entonces que nadie duerma esa noche (“nessun dorma”) hasta que se sepa el nombre del extranjero, ordena razias, lanza una ola de violencia y hasta manda a torturar a Liu, una muchacha que se supone que podría saber el nombre del extranjero. Ninguna de estas operaciones resulta, y el amanecer la sorprende en la obligación de entregar su amor al hombre que había descifrado los tres enigmas.

¿Cómo podía ser que Calaf, así se llamaba el extranjero, siguiera interesado en el amor de Turandot pese a advertir que era vengativa, que no respetaba las reglas, que mandaba torturar y que sometía a su pueblo a todo tipo de vejaciones? Calaf cree posible una conversión de la princesa por mediación del amor, esa es la clave de la obra. Y en el final ella en efecto cede al amor del extranjero: el amor vence al odio.

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La designación de Alberto Fernández como su candidato a presidente, bajando Cristina Kirchner al escalón de vice, jugaría el papel de una simbólica conversión: juntándose con un moderado, a quien se muestra como un tipo normal que pasea el perro o da clases en la facultad, se busca enmascararla. Se quiere ocultar el frío fanatismo que la llevó a cosas tan horrendas como asociarse con Chávez y Maduro, firmar un pacto con Irán o infligir, por acción u omisión, penas crueles a quienes se le oponían. Pero ¿es realmente posible esa conversión en el caso de Cristina? Creer en esa eventual torsión es aceptar que una mujer ya grande puede cambiar de personalidad. Se puede cambiar de ideología pero no de personalidad. Es inverosímil que Alberto Fernández pueda gobernar con autonomía, su postulación es meramente táctica, un truco para seducir el voto moderado, poner bajo un preventivo paraguas a los talibanes y corruptos y, así, engañar a los votantes. Cristina, su hijo, su cuñada y los cruzados de La Cámpora se encargarían de todos los trámites posteriores: archivar la carnada y volver al populismo. Es verdad que Alberto Fernández no es Scioli y que tal vez intente ciertos pataleos póstumos, pero no olvidemos que el teatro de operaciones de esa contienda seremos nosotros, los argentinos.

El mismo esquema bifronte se reproduce, de modo más grotesco pero menos dramático, en la fórmula bonaerense: basta ver a Kicillof y Magario cuando se presentan juntos. Es más que evidente que existe un desprecio recíproco: Kicillof ve a Magario como una persona poco sofisticada y Magario ve a Kicillof como un petitero de academia, un niño bien sin calle. La dupla evoca en clave de farsa aquel otro binomio antagónico que intentó gobernar la Provincia en el 73: Oscar Bidegain, que era dirigente montonero, y Victorio Calabró, que provenía del sindicalismo. Los resultados fueron catastróficos, como el propio Perón lo admitió después del copamiento del Regimiento de Azul por parte del ERP.

Nuestra falsa Turandot, tal vez bajo otros atávicos resentimientos que vienen de su lejana vida en Tolosa, seguirá fiel a su estilo, no hay conversión posible, por eso lo que la Argentina se está jugando este año no es un mero matiz dentro de la democracia, sino la supervivencia misma de la democracia.

*Escritor y periodista.