Llega un momento de la vida en que las ambiciones, ilusiones y expectativas, si no han sido ya demolidas, se someten a una notable reducción; no cuesta nada imaginar a Cristina F viuda de K, luego de resignado su puesto de presidenta y ejercido un turno senatorial o de dominio territorial gubernativo en la provincia de Buenos Aires, volviendo a su lugar en el mundo, podando de propia mano los rosales o disponiendo pequeñas modificaciones topológicas a cargo de un módico arsenal de empleados con gorros de enanos de jardín, y mucho menos aún ver a Francisco, en algunos añitos más, paseando sonriente del brazo de Benedicto por los jardines de la residencia vaticana de verano, luego de haber depurado las finanzas vaticanas tras tantos escándalos de bancos y de juicios levantados contra las braguetas abiertas de una legión de sacerdotes alzados. Cristina, en su refugio ecológico, entre injerto y corte se preguntará tal vez si hizo bien en vetar la ley de protección de los glaciares; quizá incluso llegue a meditar acerca de la posibilidad de escribir un ensayo fundamentado acerca de las relaciones entre retórica, política y actuación, tema que es central en Occidente a partir del pedregoso ejercicio de Demóstenes. Por su lado, Francisco, llevando un poco a la rastra a su venerable predecesor, quizá se interrogue acerca de la validez teológica de sus definiciones acerca de la ampliación hotelera del cielo –que ahora incluye mascotas domésticas– y la desaparición del terrible ámbito infernal, que de lugar de castigo eterno de los pecadores él convirtió en un trastorno del alma atormentada por la ausencia de Dios, que es amor y siempre nos espera.
Desde luego, es el hábito el que hace al monje, así que posiblemente a la clase media devota de los buenos modales termine gustándole más la Eva futura, perdón, la Cristina futura, que ésta que transita entre dama del látigo y mamá un poco mandona. Despojada de su rol, quizá Cristina pueda representar alguna vez el rol amable de la abuela dichosa desde las tapas de Hola y de Caras, mejor que el ingrato de mejorar y superar las opinables cotas de Evita Capitana. El Papa, en cambio, tendrá por detrás la pregunta acerca de si haber sido Bergoglio le facilitó transformarse en Francisco y convertir el mundo en un sueño peronista. Arte es transfiguración, y transfiguración es mecánica política.