Muchas veces, por no decir casi siempre, llegamos con cierta expectativa a un libro. No digo que sepamos de antemano si nos va a gustar o no (lo que invalidaría cualquier idea de descubrimiento, es decir cualquier idea de la literatura) pero sí que, antes de comenzar la lectura, mantenemos una discreta opinión, una imagen difusa pero poderosa. Con ese ánimo, me dispuse a leer El paisaje en las nubes, las crónicas que Roberto Arlt publicó en el diario El Mundo entre 1937 y 1942, y que acaban de aparecer en forma de libro en la editorial Fondo de Cultura Económica, en una edición a cargo de Rose Corral. ¿Pero a qué me refiero con “ese ánimo”? Simplemente a la certeza (incomprobable pero real) de que el libro iba a ser extraordinario, lleno de pasajes imperdibles. Pues acabo de terminar de leerlo: es extraordinario y está lleno de pasajes imperdibles.
Por supuesto que tenía evidentes razones para sospechar favorablemente de las bondades del texto, cualquiera que haya leído otros artículos periodísticos de Arlt compartiría la opinión. ¿Fue Arlt el más grande cronista del siglo XX? No lo sé, y tampoco importa demasiado, no me resulta apropiado ese tipo de grandilocuencia (el más grande, el más importante, el mejor) pero, en cambio, sí me es permitido afirmar que, más allá de su lugar único como novelista, la historia de la crónica latinoamericana sería otra sin Arlt.
Buena parte del interés de El paisaje en las nubes es temática. Recién llegado de residir durante un año en España, Arlt escribe mucho sobre la Guerra Civil Española, y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial (aunque también escribe sobre costumbres y faits divers, algunas imperdibles como Oro negro en Río Cuarto, sobre el descubrimiento de petróleo en esa ciudad y sus previsiones a futuro: “Petróleo. Riqueza. Destilerías. Mares de obreros. Bares con music halls. Mujeres que muestran las piernas. Orquestas. Pleitos. Pleitos en torno de todas las hijuelas. Pleitos en torno de los boletos de venta rescindidos”). Pero volviendo al tema central, varias de las crónicas sobre la guerra tienen una lucidez que asombra. Hay especialmente una, publicada el 24 de septiembre de 1937, llamada Buenos Aires, paraíso de la tierra, sobre la que vale la pena detenerse. La tesis que defiende es que en medio de la Guerra Civil, España, y ya encaminado, el resto de Europa, hacia una guerra inevitable, Buenos Aires, ajena a todo eso, se convierte en “uno de los escasos oasis del planeta”. Pero más allá de esa afirmación, Arlt vierte un conjunto de ideas sobre la cosificación del mundo que se pueden leer en total coherencia con las que, en los mismos años, planteaban autores como Walter Benjamin o T.W. Adorno. Escribe Arlt: “Hace veinte años combatían los ejércitos. Hoy, con toda naturalidad, se anuncia que una ciudad será barrida de la superficie de la Tierra, con todo aquello que contiene, vivo y muerto. Grande y pequeño. Y la ciudad es barrida, y algunas 24 horas más tarde, los noticiarios se exhiben en todos los cinematógrafos del planeta”. Y más adelante agrega: “El hombre de Europa sabe dónde se acuesta a dormir, mas no sabe dónde despertará. Y si despertará. La muerte, las mil formas técnicas de la muerte violenta están suspendidas sobre su cabeza (...) Espada que es la granada, la bomba área monstruo, la nube de gases, la lluvia de veneno, la atmósfera de las cortinas bacteriológicas (...) Europa trabaja a tres turnos en el preparativo de su suicidio. Tres turnos vertiginosos y cada vez más acelerados”. Hay en las crónicas un pensamiento sobre la relación entre técnica y modernidad, sobre el desvanecimiento de las experiencias intensas y su reemplazo por la cadena de montaje industrial, en especial la cadena de montaje de la muerte. Un Arlt benjaminiano, o un Benjamin arltiano.