A la imagen del escritor que cree merecer, o le han dicho que merece y lo creyó, el Premio Nobel de lo que sea, imagen que me resulta del todo antipática, alguien con la mirada fija en la pantalla del teléfono esperando escuchar en el discurso del anunciador de turno su propio nombre, se contrapone otra, mucho más simpática: la de aquel que sigue con su vida, totalmente despreocupado por los caprichos de una banda de suecos que tienen tanto que ver con el resto de la humanidad como un manuscrito del siglo XV tiene algo que ver con la vida sexual de las almejas. Cuando el martes 7 de octubre anunciaron el nombre del ganador del Premio Nobel de Medicina, Fred Ramsdell estaba haciendo trekking en un parque nacional de Wyoming, y su teléfono no recibía señal alguna. En determinado momento su esposa se puso a gritar y él creyó que había visto un oso. Lo que había pasado era que el teléfono había captado señal y estaba empezando a inundarse de mensajes de felicitaciones. Así, un día después que el resto del mundo, Fred Ramsdell supo que había ganado el Nobel.
Todos los años, pocos minutos antes de que la noticia se difunda en directo a nivel mundial, el comité que asigna el Nobel llama desde Suecia a los ganadores. Mejor dicho lo intenta: las llamadas pueden llegar de noche debido al huso horario, o en uno de los tantos momentos en que uno, por distintos motivos, no está pendiente del teléfono. No es raro que científicos, escritores o investigadores descubran que ganaron gracias a la intervención de un tercero portador de buenas noticias.
Cuando en 1997 Dario Fo recibió el Nobel de Literatura, estaba viajando en auto con la cantante y actriz Ambra Angiolini. Los dos estaban filmando una entrevista para un programa de la Rai mientras recorrían la autopista Milán-Roma, y la noticia se la comunicó un periodista del diario La Repubblica que lo reconoció, lo vio demasiado distendido y despreocupado y comprendió que no sabía lo que estaba pasando en ese preciso momento. Entonces se acercó, puso su auto al lado del de Angiolini y pegó en la ventanilla un cartel que decía: “Ganaste el Nobel”.
El 16 de octubre de 1991, el profesor suizo Richard Ernst se enteró de que había ganado el Nobel de Química mientras viajaba en avión de Moscú a Nueva York. El capitán se le acercó, lo felicitó discretamente y lo invitó a la cabina para que pudiera hablar por radio con su familia.
Cuando en 2013 Alice Munro ganó el Nobel de Literatura, la Academia Sueca comunicó a través de Twitter que no habían logrado ponerse en contacto con ella, y que entonces le habían dejado un mensaje en su casilla. Lo mismo pasó en 2020, cuando el comité no logró ponerse con contacto con el estadounidense Paul Milgrom, ganador del Nobel de Economía junto a su colega Robert Wilson. Milgrom dormía, su teléfono estaba apagado, y Wilson fue hasta su casa a la madrugada a golpearle la puerta para darle la noticia.
El físico británico Peter Higgs, premiado en 2013 por sus estudios sobre las partículas subatómicas junto al belga François Englert, se enteró de que había ganado el Nobel mientras caminaba por las calles de Edimburgo: una vecina suya lo divisó y se bajó del auto para felicitarlo. El pobre Peter no entendía lo que estaba pasando.
La activista pakistaní Malala Yousafzai (la ganadora de un Nobel más joven, teniendo solo 17 años), premio Nobel de la Paz en 2014 junto al indio Kailash Satyarthi, estaba asistiendo a una clase de química en el Edgbaston High School de Birmingham. Un profesor le pidió si podía salir porque tenía algo importante que decirle. Ella recibió la noticia y volvió a entrar en clase, como si nada hubiese pasado.
Pero Doris Lessing en 2017, bajando del taxi con las compras y descubriendo a una multitud de periodistas en la puerta de su casa, sigue siendo uno de los momentos más memorables que han deparado los Premios Nobel en toda su historia.