“En caso de emergencia nacional impartí la orden de que me despierten a cualquier hora, incluso si estoy en una reunión de gabinete”. Ronald Reagan es recordado como un presidente fuerte, pero confiar en sus ministros hasta el aburrimiento fue un pilar de esa fortaleza. Son varios los presidentes que se han destacado por abrir el juego a una gestión gubernamental más o menos colegiada, nombrando a colaboradores con autoridad política y competencia técnica. A veces, además, los gabinetes encarnan acuerdos entre partidos para coordinar las relaciones con el congreso. Este fenómeno se llama “presidencialismo de coalición” y es un aporte latinoamericano al funcionamiento de un sistema creado más al norte.
El presidencialismo de coalición fue identificado hace veinticinco años en Brasil, donde desde entonces rige ininterrumpidamente. Hoy la gestión de Dilma Rousseff incluye a 39 ministros de nueve partidos. Pero los gabinetes multipartidarios, como la alegría, no son sólo brasileños. En Bolivia, hasta la llegada de Evo Morales, la elección parlamentaria del presidente producía, sistemáticamente, gobiernos de coalición. En Chile son la norma: el trauma del golpe de 1973 llevó a que los políticos volvieran a cooperar. Desde Patricio Aylwin en 1990, todos los gobiernos fueron de coalición. Las recientes designaciones ministeriales de Michelle Bachelet repiten esta estrategia.
La ex presidenta lideró un acuerdo electoral basado en la antigua Concertación de democristianos, socialistas, Partido por la Democracia (PPD) y radicales socialdemócratas, a la que se agregaron el Partido Comunista (PC) y otros grupos de izquierda. Con este armado, Bachelet arañó el 47% en la primera vuelta presidencial y trepó al récord del 62% en la segunda.
En el Congreso, la coalición progresista amplió la diferencia que ya poseía. Sus 67 diputados incluyen a 21 democristianos, 15 socialistas, 15 del PPD, seis radicales, seis comunistas y cuatro independientes. Y en el Senado logró 19 bancas propias, con seis para los democristianos, el socialismo y el PPD, respectivamente, frente a igual número de la centro-derecha. Dadas las mayorías requeridas por la Constitución, sin embargo, estos números son insuficientes para asegurar tres de las cuatro reformas enunciadas en la campaña: la educativa (cuatro séptimos del Congreso), la electoral (tres quintos) y la constitucional (dos tercios).
Para alcanzar sus objetivos, Bachelet nombró un equipo que sobresale por tres atributos: equilibrio, experiencia y formación. En la distribución por partidos siguió el criterio de “cuoteo” propio de las presidencias de la Concertación: cinco carteras para la Democracia Cristiana, cinco para el socialismo, seis para el PPD, dos para los radicales y uno para el MAS, la IC y el PC, más dos independientes. También apuntó al equilibro combinando caras nuevas y políticos con trayectoria. La experiencia la aseguran tres ministros que ya lo han sido, más otros tres con larga carrera parlamentaria. Pero lo que más llama la atención es el nivel de formación del gabinete. No es extraordinario que los 23 ministros tengan estudios universitarios, pero sí que catorce de ellos cuenten con posgrados, incluyendo varios doctorados obtenidos en el exterior. Tales pergaminos y roce internacional son infrecuentes en los gobiernos de la región.
Las alianzas necesarias para ganar una elección no siempre son funcionales a la hora de gobernar, como ilustra la experiencia argentina. En Chile, la inclusión del comunismo en la coalición gobernante, por primera vez en cuarenta años, es un desafío. Pero los antecedentes de la Concertación indican que un fuerte liderazgo presidencial es compatible con sólidos compromisos interpartidarios. Y también con gabinetes competentes.
Fruto de la necesidad y del ingenio, el presidencialismo de coalición es una ruta hacia la gobernabilidad. Nombrar ministros de alto perfil es, en cambio, una práctica orientada a la eficiencia. Por contraste, los presidencialismos mayoritarios prescinden de acuerdos entre partidos. Y, cuando se combinan con gabinetes subalternos, le quitan a la presidencia un recurso clave para optimizar su gestión. Esta versión agravada del hiperpresidencialismo perjudica su rendimiento y potencia sus riesgos.
*Politólogos de la Universidad de Lisboa y la Universidad de Buenos Aires / Conicet.