Está claro que el sticker del Jordan Belfort de Leonardo DiCaprio invitando a brindar con una copa de champán durante El lobo de Wall Street resume en modo WhatsApp la idea de joda, lujos y descontrol que existió desde siempre sobre el loco mundo de las finanzas internacionales, un universo para disfrutar en el cine, las series o la literatura si no fuera por que la Argentina se juega el pellejo ahí (otra vez) en las próximas semanas.
En 1982, una ilustración de la revista The New Yorker sobre los movimientos inverosímiles de la bolsa incluía este párrafo al lado del dibujo de un tipo mirando la televisión: “Hoy en Wall Street las noticias relativas a la reducción de las tasas de interés han causado una suba del mercado. Sin embargo, las expectativas de que dichas tasas sean inflacionarias han provocado una nueva caída, lo que ha conducido a la constatación de que un interés bajo podría estimular la economía ralentizada y ha empujado el mercado al alza, antes de sufrir un último bajón por miedo a que una economía sobrecalentada conduczca de nuevo a la imposición de tasas de interés más elevadas”. Tan delirante ha sido siempre la historia de ese núcleo de poder que la publicación armó el libro El dinero en The New Yorker, de 253 páginas, con viñetas que se le ríen en la cara. Allí pueden encontrarse algunas que muestran, por ejemplo, un generador de energía eléctrica a base de “las fluctuaciones del Dow Jones” o también el diálogo de un par de cuervos que cuentan que ahora madrugan “para ver cómo empieza el precio del petróleo”.
En síntesis: no hay que esperar racionalidad en las decisiones de los financistas y por ende tampoco en los precios de los activos que compran y venden ya sea ellos o los algoritmos que con sus criterios se programan. En abril, luego de que la economía estadounidense destruyera 20 millones de empleos con pronósticos de que la desocupación llegará al 16% a mitad de año (estaba en 4% en enero) y después de que se conociera que la actividad se pegó su mayor palo desde 2008 al caer 4,8%, y cuando todos advierten que aún falta lo peor y mientras los analistas resumen la catástrofe con el dato de que en cien días la pandemia mató en Estados Unidos más personas que la guerra de Vietnam en veinte años, las acciones que cotizan en la bolsa de Nueva York tuvieron su mejor mes desde 1987.
El tema es que, en ese clima, el objetivo de la negociación que entra en fase crucial esta semana es convencer a bancos y fondos de inversión de que acepten una quita y pateen pagos para ver si esta vez la pegamos con alguna idea de crecimiento sostenido más o menos acordada entre todos, para evitar caer en los típicos bandazos tan nuestros. Y es ahí, cuando estás exponiendo tus necesidades tan sensibles, casi desnudo, que te das cuenta de que estás negociando con, digamosló directamente, un grupo de borrachos que disimulan (si no confirman) su ebriedad a fuerza de jerga, de la maturity de los bonos al exit yield. Y es ahí entonces cuando habría que preguntarse también cómo es que cíclicamente terminamos en ese bar donde van muchos, sí, pero se toman unos tragos y se van, mientras nosotros siempre nos quedamos hasta pudrirla.
En ese contexto, el presidente Alberto Fernández intentará juntar adhesiones en los próximos días con una columna que le pidieron para The New York Times. Va a meter ficha en que el coronavirus mostró que de un día para el otro grandes fortunas pueden evaporarse. Quiere subrayar que el mundo estaba basado demasiado en ese loco engranaje de los mercados y en que hace falta más regulación estatal. “No sé si me lo van a publicar”, bromea con su entorno.
Flor de IFE. La vuelta de Fernández al periodismo es un pasatiempo para el jefe de Estado, que alterna la gestión hasta ahora exitosa de la pandemia con la irrupción de quilombos domésticos que lo sacuden de ese clima de me-elogia-la-OMS y me-cita-como-ejemplo-The-Nation mientras goza de una fuerte aprobación popular en el país.
Es cierto que al lado de los delirios de Nicolás Maduro en Venezuela y de Jair Bolsonaro en Brasil es Churchill, pero en la última semana le agregó a la patinada de las compras con sobreprecio en Desarrollo Social, frenadas a tiempo hace quince días, un hilo de pifies acumulativos: el anuncio de salidas recreativas rechazadas por los principales distritos del país; la falta de una posición clara sobre que el programa “Presos Cuidados” tiene más que ver con evitar un colapso del sistema de salud y cuestiones humanitarias que con liberar a autores de crímenes aberrantes; y la primera baja de su gabinete a cinco meses de la asunción, con el despido de Alejandro Vanoli de la Anses.
A propósito, si bien se meneó como un detonante la mala gestión del pago de pensiones y beneficios sociales, no habrían sido tanto los jubilados como algún tipo de cuestión ligada a la representación estatal en Telecom, nave insignia del Grupo Clarín, donde en la asamblea de accionistas del miércoles el Estado no logró poner un director. “Vanoli no se olvidó de la designación”, dijeron en el mercado. Habría elegido para el cargo a Santiago Fraschina, otro hombre clave del organismo. “Pero lo durmieron”, aseguraron. Las fuentes aseguran que antes de que postulara a los candidatos del Fondo de Garantía de Sustentabilidad (FGS), el grupo Fintech, accionista del holding y también importante tenedor de deuda, votó junto al controlante Clarín para imponer a Sebastián Sánchez Sarmiento en ese sillón, puesto al que extrañamente renunció una vez echado Vanoli, según consta ante la Comisión Nacional de Valores. Una misteriosa operación conjunta que llama la atención que no fue denunciada aún como otro ataque de Magnetto, diría un zócalo de Víctor Hugo Morales en C5N.
Igual, tampoco hace mucha falta. Ya desembarcó Fernanda Raverta en la Anses y se viene un FGS más activo próximamente. Y ya estaría por aterrizar Vanoli en la Superintendencia de Riesgos del Trabajo, donde acaba de ser contratada también su esposa. Un verdadero ingreso familiar de emergencia.