El día de Reyes de 1986, mientras mi madre se comía con ganas un buen pedazo de roscón, rompió aguas. No sé muy bien cómo se sucedieron los hechos, pero sí sé que ese día a mi madre también le tocó la sorpresa que se escondía en su interior y poco después tuvieron que ir corriendo al hospital. Todavía quedaba un mes para que mi madre saliera de cuentas. Fui ochomesina, quizás ahí está la raíz de mis problemas con el tiempo: tenía tan visto ya el vientre materno que necesitaba salir y ver mundo. Esa actitud de querer adelantarme a casi todo me viene de lejos. El detalle del roscón es una de las anécdotas de mi nacimiento; la otra, mucho más triste por cruel, me la cuenta mi madre cada 7 de enero: “Ay, nena, como tú naciste un día después de Reyes, todos los niños tenían regalos en sus cunitas menos tú. A ti no te dejaron nada”.
También esa injusticia se mantendría a lo largo de mi vida. Al contrario de lo que pueda pensarse, nunca me hicieron regalos dobles. La cosa iba así: o me regalaban el día 6 o el día 7, pero ambos días, no. Creo que todavía no lo he superado y siempre he obligado a mis novios a hacerme regalos dobles y triples para compensar aquella angustia infantil.
Cuando nací mi madre tenía veinte años recién cumplidos, mi abuela sesenta y mi bisabuela ochenta. Eramos cuatro generaciones de mujeres viviendo bajo el mismo techo. También estaba mi tía Mari, la hermana soltera de mi madre, que se llevaba exactamente once años y cuatro días con ella. Así que, técnicamente, éramos cuatro generaciones. Aunque mi bisabuela Asunción y yo solo convivimos unos meses, pues ella murió justo después de mi bautizo, en abril de 1986. Desde entonces, mi abuela llevó luto. Sé que ahora el luto es algo extraño que solo aparece en las obras de Lorca, pero en el pueblo sigue siendo algo común. (¡Ah!, casi se me olvidaba: nací en Alcalá del Río, un pequeño pueblo de Sevilla a las orillas del Guadalquivir, donde nunca pasa nada.)
En casi todas las fotografías de mis primeros años de vida, mi abuela viste de negro. En la casa, en el parque, hasta en las fotos de la playa, mi abuela lleva un vestido negro por debajo de las rodillas aunque todos los demás vayamos en bañador.
Mi abuela siempre fue muy cariñosa, pero tenía un carácter un tanto mandón. Creo que yo lo heredé de ella. Somos las únicas de la familia a las que siempre nos han llamado así: mandonas. Y es que mi abuela Eugenia –que según la etimología griega significa “bien nacida”, como ella no se cansaba de repetirme– sabía muy bien qué quería y no tenía problemas para decirlo. Era tan mandona que a veces mandaba incluso en las vidas de los demás, como en la de mi madre.
Mi madre y mi padre eran novios, llevaban ya algún tiempo juntos cuando se quedaron embarazados. Una vez encontré las cartas que mi padre le había enviado mientras hacía la “mili”. Las tenían en un cajón del ropero de su dormitorio, escondidas bajo un montón de fulares horteras de los años ochenta. Alí estaban sus declaraciones de amor para la posteridad. Todo parecía ir bien, mi madre esperó hasta que volvió mi padre y entonces ocurrió el accidente, es decir, yo. Mi madre tenía diecinueve años, y mi padre, veintiuno. Parece ser que el hecho de que me concibieran fue algo traumático en la casa de los De la Cueva Delgado, hasta que yo nací. Cuando me vieron la carita rechoncha y el pelaje negro azabache, las aguas se calmaron, pero hasta entonces, todo habían sido reproches y renuncias, como en las obras de Lorca.
Mi madre quería ser enfermera, pero mi abuela dijo que “nanai”, que si iba a ser madre, para qué quería estudiar. Y tuvo que renunciar. Cuando le pregunto a mi madre por qué no intentó pelear por su sueño de ir a la universidad, me dice que se sentía culpable, atada. Pero siento que una parte de ella se arrepiente y me dice que tenía que haber seguido estudiando y que, si lo hubiera hecho, ahora tendría una profesión.
Mi abuela siguió regañándola toda su vida, seguía viéndola como su hija pequeña, la que se juntó con un muchacho pobre de La Rinconada –mi padre– y echó a perder su vida. A pesar de todo, los casaron un 4 de agosto de 1985, y sin velo pero por la Iglesia. Y seis meses después, allí estaba yo, con mi vida prematura y mi pelazo negro. Parece ser que durante algún tiempo fui algo así como la reina de la casa: la primera nieta, la primera sobrina, la primera niña de la calle. Pero el pelazo duró lo que tardaron en arrancarme de los brazos de mi madre, justo después de nacer. Mi madre se emociona contándome el disgusto que tuvo cuando fue a verme a la incubadora y no me reconoció porque me habían rapado la cabeza. La historia de lo horrorosa que estaba sin pelo forma parte de la tradición familiar.
Y así fue como mis recién casados padres y yo nos mudamos a una habitación de la casa de mis abuelos donde, además, vivían mi tía soltera y mi bisabuela. Allí pasaríamos mis primeros cuatro años de vida.
“Era una vieja”, dice mi madre refiriéndose a mí para expresar lo completo que era mi vocabulario desde que empecé a hablar. No sé si se debió a la influencia de las mujeres mayores que tenía alrededor o a la ausencia de primos y hermanos, pero desde antes de cumplir un año me sabía todos los colores y podía identificarlos sin pudor delante de cualquiera: vecinas, desconocidos, familiares. Mi abuela siempre me recordaba lo simpática que era yo. Su rutina matutina consistía en sacarme a pasear por las calles del centro del pueblo todos los días con un vestidito distinto. Creo que lo de ser presumida también me viene de ella. Algunos años antes de que muriera, la pillé in fraganti en el cuarto de baño aplicándose cuidadosamente en la cara una crema antiarrugas mientras se contemplaba en el espejo. Tenía más de ochenta años y una papada considerable, así que le insinué con sorna qué poco efecto le podían hacer ya, a su edad. Ella me contestó que sabía que las arrugas que tenía no desaparecerían, pero que tenía que hacer todo lo posible para que no le salieran más. (…)
*Autora de Mamá, quiero ser feminista, Ed. Lumen. (Fragmento).