La dificultad que enfrenta nuestro país para recuperar dinamismo en inversiones y empleo puede ser tomada como un indicio del agotamiento del patrón de crecimiento de los últimos años. Para algunos, ahora se trata de recuperar terreno perdido, para otros, de relanzar el modelo. Más allá de estas diferencias, y en homenaje a los treinta años cumplidos desde el retorno de la democracia, lo importante es evitar las viejas antinomias, según las cuales la distribución no es compatible con el crecimiento, y viceversa. No se trata de voluntarismo. Hay muchos casos de países exitosos en los que equidad y competitividad fueron de la mano, reforzándose entre sí.
A diferencia de 2003, cuando la gran capacidad ociosa de la economía obligaba y permitía focalizarse sólo en el objetivo del empleo, ahora el tema principal pasa por recuperar oxígeno para las inversiones, cuya pérdida de dinamismo explica el hecho de que el empleo esté creciendo a un ritmo modesto. Pero ese desafío es doble, porque debería poder avanzarse gambeteando la restricción externa.
Focalizar en el factor inversiones es enriquecedor. Inmediatamente surgen interrogantes vinculados con su financiamiento, los sectores y las actividades que probablemente serán más atractivos, los cuellos de botella que habrá que ir resolviendo, el rol que habrá de jugar la conexión a la economía mundial, la evolución del contexto externo, la forma más eficaz de complementar los esfuerzos públicos y privados, etc.
Pero, al mismo tiempo, subrayar el problema de la falta de inversiones puede ser interpretado como un llamado al viejo péndulo, con el corolario de un ajuste que redistribuya ingresos desde los trabajadores hacia las empresas. Se sabe que las devaluaciones licuan los salarios.
Sin embargo, los desafíos actuales son bien diferentes a los de 2001/02, que se “solucionaron” con un tremendo ajuste cambiario. Sin dudas, la Argentina ha entrado en una etapa de atraso cambiario y esto es parte de los desequilibrios a corregir, pero una devaluación como la de 2002 sería contraproducente.
Hay que tener en cuenta que el peso extremadamente devaluado de los primeros años después de 2001 hizo muy costosa la reposición de equipos y sentó las bases para la presión inflacionaria que comenzó a manifestarse desde 2007 en adelante. Si bien estos efectos colaterales quedaron relegados porque el objetivo de recuperar el empleo se logró con creces, no por ello pueden ser minimizados. Es que la gran devaluación sirvió para dar rentabilidad inmediata a los sectores productores de bienes comercializables internacionalmente, pero no introdujo cambios estructurales. Obsérvese que en 1998, antes de las crisis, los sectores más vinculados al mercado mundial representaban el 25,4% del valor agregado de la economía, y –pese al cambio de precios relativos–, esa participación se redujo en tres puntos porcentuales, hasta 22,4%, en la medición de 2012. El retroceso alcanzó a todos los segmentos: industria, agricultura y ganadería, pesca y actividades mineras, incluidos los hidrocarburos.
¿Por qué el peso fuertemente devaluado de principios de los 2000 no cambió el perfil productivo del país? Una razón es que el fenómeno pudo haber sido visto como transitorio. La nueva inversión en estas actividades se vio limitada, primero por el encarecimiento de las máquinas importadas y después por la expectativa de una rentabilidad declinante (que a posteriori se confirmó). Esto explicaría la floja performance exportadora de la Argentina en relación con el resto de países de la región (analizada en la columna del 1º de junio de 2013).
Por las razones apuntadas, para lograr un sesgo exportador capaz de atraer inversiones masivas, más que un tipo de cambio inicialmente muy elevado, lo que la economía argentina necesita es erradicar la tremenda volatilidad de ese precio clave. El día en que el mercado cambiario pueda volver a unificarse, lo fundamental será poder garantizar un horizonte que les dé atractivo a las inversiones en aquellos sectores con potencial exportador. Ese escenario no se construye sólo con una política fiscal y monetaria adecuada. Se requiere una economía abierta al comercio internacional y un mercado de trabajo crecientemente formal, con salarios evolucionando según la productividad, parámetro que habría que suponer muy dinámico bajo nuevas condiciones.
Muchos países, de distinto perfil productivo, han mostrado en las últimas décadas cómo los avances en equidad no son contradictorios con las mejoras de competitividad, siendo Corea y Finlandia los casos más emblemáticos.
En la Argentina, los asalariados privados formales representan sólo el 18,3% de la población. Países exitosos en equidad y competitividad exhiben guarismos de entre el 35% y el 40% (en Australia los asalariados privados formales alcanzan al 41,9% de la población).
En general, la diferencia de productividad entre los trabajadores del segmento formal y el informal es de 3 a 1. Por esa razón, avanzar en formalidad es el camino más directo y eficaz de ganar en productividad, al tiempo que mejora en forma sustancial la distribución del ingreso.
Para que este objetivo no sea un acto de voluntarismo, la Argentina debería prestar atención a la experiencia de unificación de las dos Alemanias. Tras la caída del Muro de Berlín, Alemania Occidental invirtió en capacitar y en formalizar a los trabajadores y a las pymes del lado oriental. Para evitar la segmentación del mercado de trabajo, hubo reformas que flexibilizaron los convenios preexistentes (banco de horas y otras cláusulas), al tiempo que se redujeron impuestos y eliminaron trámites para facilitar la formalización de las pymes, se intensificaron los programas de capacitación que combinan aprendizaje teórico con prácticas remuneradas, ampliando las alternativas contractuales para la inserción laboral de los jóvenes hasta 25 años, entre muchas decisiones. Así, la unificación, que se presumía traumática, pudo ser exitosa. Alemania mantiene su liderazgo de competitividad y el desempleo está en mínimos históricos, pese a la crisis internacional.
La dualidad del mercado de trabajo de la Argentina es el principal limitante para un plan ambicioso en términos de equidad y competitividad. Este problema no es nuevo, pero ahora es mucho más pernicioso. Aceptamos que ésta es la era de la economía del conocimiento, pero no sacamos todas las conclusiones. Lo que permite poner en valor los conocimientos es su difusión en red, y para que esto ocurra tiene que haber masa crítica de agentes económicos interactuando. El enfoque de los “rendimientos crecientes”, impulsado por autores como Romer y Easterly muestra cómo, contrariando la intuición, un ingeniero recibe mejores remuneraciones no en un ámbito de escasez de profesionales, sino en los sitios donde éstos más abundan. El lugar más fértil es el que permite la interacción entre pares, generando mayor valor agregado.
En nuestro país, en una gama amplia de sectores, eliminar la barrera que separa a formales de informales es la única receta para lograr esa masa crítica que energiza el crecimiento de la economía.