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Cultura y economía

Es una política estructural, no solo una cuestión de “odio a la cultura”.

Es imprescindible, como en un movimiento de pinzas, como en un acto dialéctico, poner en relación el odio de Milei a la cultura con su política económica y, me animaría a decir, socio-demográfica. Pero antes: pienso a Milei como un indicio, como la cara visible de un bloque de poder que incluye a vastos sectores de la política (Macri, el PRO, gran parte del radicalismo, e incluso líneas peronistas), a los grandes medios de comunicación, a la mayoría del Poder Judicial, y sobre todo a los grandes grupos dominantes de la economía y las finanzas, todos en alianza con el gobierno de Estados Unidos. Milei es el nombre de fantasía de un inmenso y poderosísimo bloque de poder. De ahora en más, cada vez que diga “Milei” estoy hablando de ese bloque.

Vuelvo al tema, a pensar el ataque a la cultura, la educación superior y la ciencia imbricado con la dimensión económica. El plan de Milei reside en terminar de generar una estratificación sociodemográfica similar a la de la mayoría de los países de América Latina: una muy pequeña clase media subsidiaria de los sectores dominantes y una pobreza de alrededor del 70% de la población, a la que se la reprime físicamente por las fuerzas policiales y simbólicamente por los grupos de choque mediáticos, hasta generar acostumbramiento social y la percepción de que no hay ningún otro horizonte más que ese. Por supuesto que eso implica –éste es el corazón del plan– una formidable transferencia de recursos de los sectores medios empobrecidos y las clases populares hacia los grandes grupos económicos, como nunca antes en la historia de la posdictadura argentina. En ese marco, no hay lugar para la cultura, para la ciencia y para la educación superior. Fuera de México y Brasil, ¿cuántos países de Latinoamérica tienen un equivalente al Conicet con su potencia y su nivel investigativo? ¿Cuántos mandan satélites al espacio? ¿Cuántos construyen reactores nucleares? ¿Cuántos tiene una industria cinematográfica desarrollada con instituciones como el Incaa? ¿Cuántos mantienen un campo editorial sólido y dinámico? Podría dar decenas de ejemplos más y la respuesta es siempre la misma: prácticamente ninguno. Si la estructura económica de un país y la composición sociodemográfica implica un 70% de pobreza, una clase media destruida, y una clase dominante –nacional y multinacional– que opera básicamente a partir de políticas extractivistas y especulación financiera (para Milei esas son las dos patas del futuro para la Argentina), ni la cultura, ni la ciencia, ni la educación superior tienen lugar. Es una política estructural, no solo una cuestión de “odio a la cultura”. Como no tienen lugar (o solo de manera fragmentaria y minoritaria, nunca en forma consolidada y de larga duración) en casi toda América Latina.

Aquí este plan surgió con Martínez de Hoz, continuó con Menem, Macri y se profundizó, como nunca antes, con Milei. La singularidad argentina –una clase media amplia y sectores populares organizados– ha sido el objetivo a destruir por esa tradición, con gran éxito, para transferir su riqueza hacia los grupos dominantes. Sin esas clases medias y populares no hay lugar para la cultura, la ciencia y la universidad masiva y de calidad. No podemos pensar los ataques a la cultura, la ciencia y la educación por fuera de ese modelo de país, al que nos pretenden llevar.

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