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Darnauchans y el tabaco

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A mediados de los años 80 hice un viaje de dos años por América. Me fui el mismo día en que Argentina ganaba en México el campeonato mundial. Mientras la gente salía a festejar en las calles, yo iba con mi mochila hasta Retiro, a la estación de trenes desde donde salía el Gran Capitán, que me iba a dejar en San Miguel de Tucumán. Cuando uno viaja de camping en camping, con carpa, el fogón nocturno es muy especial. Recordemos que en los años atávicos de la existencia del hombre, esos momentos en que las tribus dormían en torno al fuego fueron cuna de placer e insomnio. Placer porque ahí había calor y la gente se juntaba, e insomnio porque más allá del fuego rondaban los depredadores gigantes. La cosa es que una noche de guitarreada en alguna fogata del país, una chica cantó una canción hermosísima que nos dejó conmovidos a todos los que la escuchábamos. Cuando le pregunté quién era el autor, ella sólo me dijo “es de un uruguayo, creo que se llama Daryán”. La canción quedó almacenada en mi memoria y siempre, cuando podía, trataba de encontrarla, de encontrar al autor, quien, a pesar de ser uruguayo, es decir, muy cercano, nadie lo conocía. Cuando salía algún reportaje a Jaime Roos o Rubén Rada, yo lo leía esperando que en algún momento alguno de ellos nombrara a Daryán. Pero no había caso. Y ya cuando todo parecía un recuerdo implantado, un gran amigo uruguayo, Tato Peirano, mientras en un asado le recitaba lo que recordaba de la bendita canción, él me dijo: “Esas estrofas son de un tema genial de Sansueña, un disco de Eduardo Darnauchans”. Me dijo que en Uruguay todos le decían, simplemente, “el Darno”. Yo viajaba a Uruguay bastante seguido y conseguí que me dieran el teléfono particular de Darnauchans. Había escuchado todos sus discos, fascinado, y quería entrevistarlo. Darnauchans era como un cantor medieval, un caballero isabelino, que relataba canciones tristes y profundas, con una voz encantatoria. Durante años llamé a ese fono desde los teléfonos públicos de la rambla uruguaya. Siempre me atendía un contestador automático con la voz de una chica venezolana, tipo Catherine Fulop. Una vez, justo un día antes de irme, lo hice y ¡sorpresa! atendió el Darno. La voz era lejana, como si me hubiera atendido desde el purgatorio. Nos citamos en un bar del centro de Montevideo, esos bares viejos, no retro. El Darno llegó con su mujer. Ambos estaban desmejorados. Se movían lentamente. Tomaron un whisky nacional y lo combinaron con pastillas. Me dijo que había caído en un pozo y yo le dije que los pozos depresivos eran muy duros. Pero él me dijo que se había caído en un pozo de una estación de servicio, una noche en que salió a buscar tabaco. Recordé que una novela magnífica de Onetti empieza por que Iladio Linacero, el protagonista, no tiene tabaco.