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REELECCION

De aquí a la eternidad

Existe dentro de nuestra clase política un ánimo que creíamos desterrado desde los tiempos en que se abolieron los títulos de nobleza. Cuando rodaron las cabezas de Luis XVI y María Antonieta, se afianzó la idea de que la perpetuación en el poder es nefasta para los pueblos que deben soportar a monarcas o dictadores con veleidades de inmortalidad.

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Existe dentro de nuestra clase política un ánimo que creíamos desterrado desde los tiempos en que se abolieron los títulos de nobleza. Cuando rodaron las cabezas de Luis XVI y María Antonieta, se afianzó la idea de que la perpetuación en el poder es nefasta para los pueblos que deben soportar a monarcas o dictadores con veleidades de inmortalidad.
Sin embargo, las ansias de poder acechan a los políticos de todos los colores, porque el poder en sí actúa como una droga adictiva para nuestro cerebro. Cuando se lo prueba, no se lo puede dejar. En la lucha darwiniana, el acceso al poder en los animales (y entre ellos nos incluimos) actúa como el mejor afrodisíaco. Son los machos alfa los conductores de la manada, los que dispersan sus genes asegurando descendencia y por nada del mundo desean ser desbancados de su sitial. Monseñor Lugo parece ser uno de los pocos que se tomó la faz reproductiva a pecho, aunque otros asumieron su rol de machos latinos, como el coronel bolivariano, que tiene quien le escriba (y mucho), el sultán riojano, que a los 78 años comienza una nueva campaña política, y José Mujica, el senador guerrillero que aspira a la presidencia uruguaya cuando le pesan sus setenta y pico de años. Algunos parecen sólo buscar la gratificación de creerse dueños del poder, y no “servidores públicos”. La vocación de servicio, como decía Churchill, escasea.
Esta ha sido la historia de todos los tiranuelos que en América latina se han creído con la bendición divina para perpetuarse en el poder. Si bien esto arranca en tiempos de la colonia, se hizo más patente después de los conatos libertarios del siglo XIX y fue la causa de extensas guerras civiles que enlutaron a las naciones. Nuestros caudillos autóctonos asumieron su rol de conductores del rebaño. Fueron feroces guerreros y a su vez (según ellos) feroces amantes. Sin saberlo, se convirtieron en ejemplo de la lucha de las especies. No en vano Darwin anduvo por estas tierras y conoció muy bien a la fauna local, incluidos sus gobernantes. Este poder afrodisíaco invitaba a las autoridades a eternizarse en sus puestos y nuestros caudillos preferían morir antes que ceder el poder. De hecho, la mayor parte de ellos sufrió muertes violentas.
El fin de los conflictos llegó con la organización constitucional de los países, que en muchos casos copiaron la Constitución norteamericana. Esta limita las potestades de las autoridades y su duración. Los demócratas no querían repetir el error de las monarquías. Nadie es eternamente un buen gobernante y la prolongación en el trono o sillón presidencial trae aparejado un deterioro en la calidad de gestión. Dejen un ratón solo en su jaula y se vuelve hostil, agresivo. Dejen a un preso en solitario y pierde sentido de la realidad. Bueno, el poder es una jaula dorada, pero una jaula al fin.
La reclusión en el poder crea espíritus alejados de la realidad, encerrados en un mundillo de obsecuentes. Se convierten en autócratas que tienden a apoyarse sobre grupúsculos de secuaces dispuestos a lucrar a costillas de sus prerrogativas. Como conocen el voluble humor de sus amos, aprovechan cada minuto para obtener beneficios económicos, que les permitirán sobrevivir con holgura una vez que han descendido del Olimpo.
Sin embargo, en este continente y especialmente durante los últimos años, existe una marcada tendencia a la reelección permanente, auspiciada por el chavismo y sus secuaces de izquierda, que suben por los votos y después cambian las reglas del juego, guardando las urnas y demás partes del sistema democrático, para así eternizarse en el poder –desde Lenin hasta la fecha ha sido así.
No han entendido que la democracia no es sólo los votos, es el mantenimiento del balance entre las instituciones constitucionales del país con el debido respeto de las minorías. Se puede ser demócrata mas no republicano y una cosa es tan importante como la otra. Por suerte, parece que ésta es una lección que los argentinos estamos aprendiendo. Dios quiera que aprobemos la materia.

*Médico y escritor.

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