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De armas tomar

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Recordé por caso una de las tantas escenas culminantes que hay en Casablanca, esa en la que en el Café de Rick se entona La Marsellesa para así contrarrestar las marchas proferidas desde la ominosa mesa de los oficiales nazis. Recordé el momento culminante de esa escena culminante, el del estribillo: Aux armes, citoyens! Formez vos bataillons! Porque obviamente no falta el llamado a tomar las armas en la trama con que se funda la tan apreciada democracia moderna, no menos que la tan mentada República, desde la Revolución Francesa en adelante.

Recordé también, ya en vena asociativa, el levantamiento en armas que en 1874 perpetró Bartolomé Mitre, figura ineludible en la tradición del liberalismo argentino, ante el hecho incontestable de haber perdido las elecciones frente a Nicolás Avellaneda. Y recordé por fin, bajo un mismo impulso rememorativo, la insurrección armada del 26 de julio de 1890, que forzó la renuncia del presidente Miguel Juárez Celman y que liderada, entre otros, por Leandro N. Alem, sirve de acta fundacional para la Unión Cívica Radical, hoy en el gobierno.

Me interesa mucho ese tema: el de la toma de las armas. Y me interesan mucho los argumentos que se esgrimen en contra de ella: si se enuncian bajo un criterio general, de tenor por así decir pacifista, que la impugna entonces por principio; o si se enuncian bajo un criterio particular de examen de circunstancias concretas, que reprueban tal o cual recurso específico a la lucha armada por considerarlo inoportuno, incongruente, injustificado, destemplado, excesivo o ineficaz.

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Sigo atento estos últimos argumentos, que a veces incluso me convencen. Me pregunto, sin embargo, por eso mismo, si al menos en ocasiones, desde tal o cual perspectiva política, no se ofrece una consternación visceral previo barrido bajo las respectivas alfombras de los propios hechos de armas, esos que la historia empero registra como si nunca hubiesen pasado o como si fueran completamente ajenos. O me pregunto, en todo caso, si al menos en ocasiones no subyace en tales consternaciones una regla finalmente simple: la admisión de la toma de armas cuando responde a los intereses propios, cuando corresponde al ciclo histórico del propio acceso al poder, y se lo repudia con igual enjundia cuando responde a intereses contrarios, cuando se trata de que ese mismo poder se vea cuestionado y desafiado.