Los más recientes tarifazos (de ninguna manera los últimos, como se anunció), sumados a los diarios, masivos e inmodificables cortes de energía y a la consuetudinaria y burocrática ineficiencia del servicio de gas, son apenas algunas evidencias inocultables de un proceso de degradación y falta de respeto por parte de los responsables de estos fenómenos. Se prometió que los tarifazos mejorarían los servicios. Nada de eso. Los cortes de energía se excusan en un galimatías incomprensible y falto de lógica (el protocolo de justificaciones que esgrimen las empresas ante los clientes no solo refleja falta de respeto, sino también inadecuación para el negocio con el que lucran). Los cortes domiciliarios de gas, frecuentes debido al pésimo mantenimiento en las redes públicas, significan una penuria interminable para los usuarios que, cumplidos los reglamentos de los que jamás se les informa, tratan de recuperar el servicio. Deberán enfrentar interminables escollos burocráticos, cuando no compensar con una “gratificación” a quien tiene la llave que devuelve el gas. Ni hablar de viajar en colectivos desvencijados y en subtes que son hervideros ambulantes en los que pasajeros apretados como sardinas se cocinan sin clemencia.
Hay más. Pero el tema no es el síntoma. Aquel capitalismo fundacional, que se inició con la promesa de un mundo de libertades e iniciativas en el que todos tendrían su oportunidad de acceder a la felicidad, dejó de ser, hace tiempo, un sistema de producción para convertirse en una gigantesca rueda financiera. De la producción a la improductividad. De las oportunidades para todos a la acumulación en manos de cada vez más pocos, más voraces, más obnubilados con la circulación veloz de sus capitales estériles, dedicados a producir cada vez más capital y menos bienes. Ese modelo de capitalismo, hoy predominante, gobierna a los gobiernos y termina por generar una sociedad que, en la definición del sociólogo israelí Avishai Margalit es indecente y humillante hacia sus miembros. Se entiende que se trata de los miembros rasos. La gran mayoría.
En Vidas de consumo, como en otros de sus sólidos trabajos, el pensador polaco Zygmunt Bauman advirtió que, en esa sociedad, en la que la incitación al consumo supera a la vocación productiva y el egoísmo desplaza a la solidaridad, la categoría de ciudadano fue remplazada por la de consumidor. Se nos valora por nuestra capacidad de consumo y se prioriza eso, con el consenso silencioso del afectado, antes que otro estado y otros derechos. Si esto ya es degradante de la condición humana, tal como la consideraba Hannah Arendt, se advierte hoy que la cosa fue incluso más allá. En el caso de los servicios (cuya responsabilidad esencial es siempre del Estado, aunque se lave las manos), hemos devenido simplemente usuarios. Esto, con ser menos glamoroso que “consumidor”, no resulta el fondo del escalafón. Queda más. El usuario resulta finalmente un rehén. Prisionero de proveedores de servicios abonados a una ineficiencia, un maltrato, una indiferencia y una maraña burocrática terminales, huérfano de respuestas a sus justos reclamos, impotente ante la imposibilidad de contactar alguna vez con una voz o una presencia humana. Su lápida en esa categoría es el no poder cambiar de proveedor. Es prisionero.
¿Qué empresa de servicios, que mira antes a los números que a las personas y sirve antes a sus accionistas que a los seres humanos a los que debería servir, se preocupará de cambiar su modus operandi cuando no compite con nadie y no tiene sanción alguna (sanción real, no ficticia) por su recurrente mala praxis? Además de que el hecho de no competir, ni tener que demostrar alguna capacidad para ello, viola un principio capitalista esencial. Claro que el capitalismo tardío quizás sea ya otra cosa y no aquello que definían y con lo que soñaban sus padres fundadores, los Smith, los Stuart Mill entre otros. Padres que posiblemente jamás reconocerían a estos hijos.
*Periodista y escritor.