Uno quiere creer que es cierto aquello de que no hay mal que dure cien años o que no hay mal que por bien no venga. Y es cierto que los argentinos somos tan afectos a los refranes como resistentes a las hecatombes. Pero las más de tres décadas de desgracia racinguista parecen demasiado para cualquiera. Al respecto, es muy probable que la resistencia –y por ende, la subsistencia de la Academia como marca futbolera– tenga como único sostén genuino al enorme corazón de sus hinchas. Que al fin y al cabo, uno tiene más de un conocido o conocida que enviudó y siguió adelante, pero no registra a nadie capaz de reciclar el amor por una camiseta. ¿Se imagina usted haciéndose hincha de otro equipo porque el suyo dejó de existir? Yo tampoco.
Sin embargo, ese amor tan incomparable como desesperado es el principal argumento que han tenido los que despedazaron –y despedazan– a Racing desde hace tiempo. Es tan grande la pasión, tan fuerte la necesidad de tener a Racing en la vida de millones de argentinos, que los que se han enriquecido, o intentaron hacerlo de su mano, saben que, tarde o temprano, alguien impedirá que desaparezca; ya hubo un par de ejemplos al respecto.
Hoy el tema es Blanquiceleste. Y bien merecido lo tienen De Tomaso y su gente. Tanto como lo tuvo merecido Fernando Marín, quien como De Vito con Porretti, tuvo timing para elegir el mejor tirante y huir del barco mientras todavía flotaba. Porque miren si habrá hecho mal las cosas el ex publicista de la dictadura que ni con un título nacional logrado tras 35 años pudo esconder el desguace que la empresa realizó con el club desde el primer día del gerenciamiento. Racing, como la Argentina misma, genera recursos para enriquecer gente, aun en la quiebra. Y entre Maxi Moralez, Licha López, Diego Milito, Mariano González, Sergio Romero o Gustavo Cabral –apenas algunos ejemplos destacados– muchos, menos Racing, hicieron un gran negocio.
A veces, cuando afloran distintos aspectos del contrato que vincula a Blanquiceleste con el club, siento que el Estado nacional, seguramente a través de la Secretaría de Deportes, debería intervenir con firmeza. Así como desde un gobierno se revirtió el anuncio de desaparición que inoportunamente hiciera la síndico Liliana Ripoll, desde otro se debiera asumir que la Academia, como Boca, River, Independiente, Central, Newell’s o tantos otros, es parte de nuestro acervo cultural popular; así como los ingleses lo decidieron con el Manchester United cuando lo quiso comprar Murdoch, a Racing habría que considerarlo asunto de interés público. Y sacarlo de las manos del peor postor, como viene sucediendo desde hace tanto.
El agua sube al cuello porque los promedios lo dan hoy en zona de promoción. Es probable que este panorama se modifique y quizá los hinchas festejen aliviados al final del torneo. Pero lo que viene, y lo que pasa afuera de las canchas, es mucho peor. Otra vez: nos engañamos con el título de 2001 y ahora creemos que el real problema es el futbolístico. ¿O acaso no es terminal que la gerenciadora emita decenas de cheques incobrables y los responsables de controlar la quiebra de la entidad no tomen a nadie de las pestañas?
Se habla de llamar a elecciones dentro de los dos próximos años; tal vez, durante 2009. Para la ocasión, uno imagina dos escenarios. Uno, el de un club con una comisión directiva que no controle el fútbol, que podría seguir gerenciado diez años más, tal lo reza el contrato vigente. Es decir, los socios elegirían una comisión directiva que decidiría el futuro de la pileta, las canchas de tenis o el buffet; el fútbol seguirá en manos de una estafa que le deja al club, en el mejor de los casos, el 20 por ciento del producido por un jugador que se forma de la mano del prestigio de la camiseta.
El otro escenario se vincula con el primero y remite a quienes serían los referentes de la “nueva” política racinguista. Ya están hablando al respecto personajes como Juan De Stéfano o Daniel Lalín. Hablan de sus ínfulas de regreso y lo hacen como si ellos jamás hubieran estado, como si la crisis tuviera como únicos referentes a Blanquiceleste o al juez Gorostegui que, por cierto, son responsables, pero que se convirtieron en protagonistas a partir de los constantes desquicios generados por las administraciones de las cuales los mesías del siglo XXI fueron máximos responsables.
Entiendo que, en cierta medida, también el hincha/socio de Racing es responsable de estas décadas de desguace; entre otras cosas porque, o eligió como el traste, o directamente no se ocupó de elegir. Sabemos que hoy, para presidir la pasión de millones de hinchas, alcanza con unos pocos miles de votos. Ni más ni menos que lo que sucede en un municipio, en un gremio o en un consorcio. Y que por lo general, ése es el negocio del que delinque escudado en el presunto voto popular: a menor cantidad de votantes, más rédito para el que maneja el aparato.
Entonces, es muy difícil imaginar una nueva política en la Academia. Y más difícil aún es augurarle un futuro tal como se lo conduce hoy. Ante la encrucijada, me quedo con la fuerza de la gente. Más que en ningún otro caso de la historia, Racing existe gracias a su pueblo. Un pueblo que, además, tiene la extraña virtud de movilizarse espontáneamente. Y que, en algún rincón, sabe que aunque lo que más le joda sea la tabla de los promedios, lo realmente grave pasa por otro lado.