Las metáforas náuticas semejan el mar que evocan: son tan prometedoras como amenazantes. Poseen doble faz: de un lado, la epopeya; del otro, el naufragio. Lo muestra en un ensayo erudito aunque asequible, titulado La inquietud que atraviesa el río, el filósofo Hans Blumenberg. Analiza allí las imágenes filosóficas y literarias del transitar sobre ese fluido indócil que es el agua. Tan distinta a la solidez de la tierra, solo conmovida por los terremotos.
Con resonancias bochornosas y humorísticas, impropias de la filosofía o la literatura, la metáfora náutica regresó esta semana de la boca incontinente de Alberto Fernández. En su imprudencia, no respetó ninguna convención y por cierto tampoco aquel proverbio reformulado por Henri de Régnier: “il faut tourner sept fois la langue avant de parler, et se taire” (tienes que girar la lengua siete veces antes de hablar, y callarte).
Nada de eso. Se lanzó a fijar el origen de los argentinos, comparándolo ventajosamente con el de los mexicanos y brasileños, e incurriendo en un error funesto: confundió una canción de rock con la supuesta cita de un premio Nobel. Tuvo la honorabilidad de disculparse, pero ya era tarde: desde el repudio y las burlas de los ofendidos al humor de las redes, recibió una avalancha de críticas. Hace cuatro días que hablamos de esto, acaso para huir de la tragedia que nos envuelve.
El desliz presidencial podría pasar como una boutade más del poder, que se siente impune para manipular bienes o símbolos. Pero ocurre que la costumbre de subestimar a los vecinos tiene para los argentinos de este tiempo el efecto de escupir para arriba: la secreción cae encima del que la expulsó. El país no evoca un navegar plácido en un barco seguro. Al contrario, más que el orteguiano “argentinos a las cosas”, rige el “argentinos a los botes”. Estamos hundiéndonos.
Negándolo, el yerro del Presidente refuerza una vez más el mito de la superioridad argentina. La ofensa y el ridículo consisten en eso. En la época en que el valor de una nación se mide en términos de desarrollo tecnológico y calidad institucional, reafirma la falaz creencia en que los recursos naturales, junto con nuestra genealogía europea, nos marcan una misión de grandeza que los datos refutan desde hace años.
Es revelador y contradictorio el acto fallido de Fernández. Perteneciendo a un partido popular pareció recaer en la egolatría de las élites liberales de 1910, solazadas con el panegírico de Rubén Darío, que, hiperbólico, escribió: “El Plata, padre extraordinario, /más que del Tíber y el Sena, /más que del Támesis rubio, /más que del azul Danubio /y que del Ganges indiano, /es el misterioso hermano /del Tigris y Éufrates bíblicos, /pues junto a él han de surgir /los adanes del porvenir”.
Vaya superioridad aquella, no ya sobre mexicanos y brasileños sino sobre italianos, alemanes, franceses e ingleses. En la confluencia de los ríos bíblicos, la Argentina sería la luz del futuro. La guía paternal del mundo. Leopoldo Lugones no se quedó atrás, definiendo a la nación centenaria con tres adjetivos: ilustre, única y toda. Es decir, la mejor, la incomparable cuyo destino es estar por encima de las demás. Antes que de los barcos, procedemos de la soberbia.
Ese defecto impide ver lo que no sea una confirmación de la grandeza autoatribuida. El último Sarmiento, un visionario ya curado de la impulsividad, juzgaba la evolución del país con otra óptica: “Nada hay de intolerable, -escribió en una carta a Horace Mann en 1883- y, sin embargo, nada se siente estable y seguro”. 140 años después, a la percepción de inestabilidad e inseguridad de Sarmiento hay que sumarle lo intolerable: pobreza, corrupción, decadencia educativa, destrucción de la moneda, imposibilidad de acordar.
Que el país está más cerca de los botes que de los barcos de la Europa idealizada, lo muestran datos contundentes. La Argentina forma parte de las naciones donde se acentuaron las debilidades preexistentes con motivo de la pandemia. Dentro de ese contingente es uno de los países que, según las estimaciones, tendrá más dificultades para revertir la depresión económica y la catástrofe social. Estancamiento, recesión, deuda e inflación, le juegan en contra.
Pero hay más. La Argentina está entre los primeros diez países por muertos cada 100.00 habitantes debidos al Covid. Y se encuentra entre los que menos recursos del PBI emplearon para paliar sus consecuencias.
El iluminador cálculo del economista Martín Rapetti pulveriza cualquier sentimiento de superioridad: el PBI por habitante de la Argentina es casi el mismo de 1974; si creciera el 4,5% anual sin interrupción –algo improbable- deberá esperar hasta 2027 para tener el mismo nivel de vida de 2011.
Quizá la pobreza constituya el escándalo más expresivo del país, porque termina de derribar una de los pilares de su propio mito: la abundancia alimentaria. Un informe de la UCA sostuvo esta semana, empleando una imagen, que si cuatro chicos se sientan a una mesa en la Argentina, solo uno de ellos come todos los días. Deberíamos preguntarnos con humildad si los indígenas mexicanos o los selváticos brasileños atraviesan semejantes privaciones.
Desgracia y humor se solaparon con motivo de la desafortunada intervención presidencial. Alberto apareció afirmando sesudamente: los veganos vienen de Las Vegas, los enanos de los Países Bajos, los chinos de los supermercados. Innumerables menciones en broma al lugar de procedencia. De dónde venimos y a dónde vamos: preguntas existenciales propias de los tiempos de catástrofe y confusión identitaria. La angustia aliviada por la sonrisa. Y una profunda desilusión. No es ajeno a este desencanto el show macabro de la política (la expresión es de Ernesto Tenembaum), que enfrenta sin piedad a dos ex presidentes y sus comparsas. Supera tristemente las insólitas comparaciones presidenciales. Es un cruel reflejo de nosotros, los descendientes de los barcos. Hans Blumenberg menciona una fábula de Esopo, que remite a ese espectáculo: dos enemigos se embarcan en la misma nave y para estar lejos el uno del otro se ubican en la proa y la popa. Cuando una tempestad la hace sucumbir, el que va en la popa pregunta por donde se hundirá. Les responden: por la proa. Entonces piensa que no le importará tanto su muerte, con tal de ver a su enemigo ahogarse antes que él.
Porque también provenimos del odio, tal vez esta metáfora náutica resulte más adecuada para el Presidente.
Si de verdad le importa evitar que los embarcados de ayer sean los náufragos de hoy.
*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.