Hace dos semanas planteábamos en esta columna una disyunción: diálogo o tragedia, a propósito de las figuras de Rodríguez Larreta y Alberto Fernández, dos políticos considerados moderados, que estaban próximos a un conflicto acaso irreversible. El enfrentamiento escaló hasta que hace un par de días volvieron a aproximarse buscando nuevas fórmulas de consenso para enfrentar la fase severa de la pandemia.
Como Fernández y Larreta habían obtenido mucho apoyo al principio de la crisis sanitaria al mostrándose unidos para enfrentarla, no quedó muy claro por qué ahora amagaron con desatar la guerra. Una de las hipótesis es que lo hicieron bajo la presión de los radicalizados de sus respectivas coaliciones. Otra, que buscaron afianzar su posicionamiento de cara al futuro.
Después de las elecciones presidenciales, cuando nadie imaginaba que la historia experimentaría un giro tan dramático, el Presidente y el Jefe de Gobierno eran los líderes mejor evaluados por los argentinos, que reconocían en ellos mesura y capacidad de diálogo. Esa calificación contrastaba netamente con la de Cristina y Macri, sus jefes políticos, desgastados por las peleas.
Quiere decir que antes del virus existía una notable inconsistencia en la política argentina, que habilitaba a pensar que tarde o temprano comenzaría un proceso de transición de liderazgos que iría de la radicalización a la moderación. Se sumaban pruebas de que la grieta había hartado a la amplia mayoría, no involucrada en ella. La sociedad agotada de rivalidades pedía otra actitud.
Cuando estalló el Covid, los moderados afianzaron su posición, consagrándose al exhibirse juntos, dejando de lado las diferencias políticas para atender el drama sanitario. Las encuestas mostraron que en ese momento Fernández y Larreta lograban la máxima consideración pública de sus carreras mientras que sus referentes retrocedían todavía más.
Lo que siguió fue un desgaste bidimensional del Presidente porque no solo disminuyó la aprobación a su administración, que según Poliarquia cayó de más del 80% a menos del 50%, sino que también se deterioró la percepción de su autoridad. Hace un año el 35% creía que Fernández tomaría las decisiones en el gobierno, hoy sostiene esa idea solo el 18%. Para entonces, apenas el 9% pensaba que Cristina mandaría, actualmente lo cree el 26%. Record absoluto para un vicepresidente.
La evidencia indica que la dimensión de la autoridad presidencial resultó dañada en la medida que Fernández se plegó a las posturas radicalizadas de Cristina en su cuestionamiento al Poder Judicial, en la orientación de la política económica y en el encono contra la ciudad de Buenos Aires. Cada “Cristina tiene razón” o “pensamos lo mismo” tuvo un costo considerable para la popularidad presidencial.
En realidad, la situación de Alberto Fernández no es clara. Lo que llamamos “costo” en términos de autoridad, existe en caso de que él tenga un proyecto político, por ejemplo aspirar a la reelección, algo natural en periodos de cuatro años. De lo contrario, su papel semeja al de un CEO, que ocupa un rol preponderante sin discutir la propiedad de las acciones. El logro es la fidelidad, no la autoridad.
Si nos atenemos a la evidencia y los antecedentes, Alberto y Cristina constituyen una sociedad forzada: los une el poder, no comparten estilo ni programa. Para conservar el dominio disimular las diferencias es crucial. Cuál es el límite de este juego no lo sabemos. Pero, otra vez, depende de la intención de los actores. Cristina aspira a la historia y a dejar herederos. Lo que quiere el Presidente es difuso, aunque la mayoría de los analistas creen que prefiere ser un CEO.
La moderación no requiere grandes ideales ni excesiva inteligencia.
A lo mejor tengan razón. El Presidente echó el viernes al funcionario kirchnerista que objetaba el aumento de las tarifas eléctricas y afirmó que su único enemigo es el virus, no Larreta. La cuestión no es menor: si siguiera por ese camino revocaría los principios económicos de Cristina; y si no hay más enemigos que el virus, acallaría su leit motiv. Pero luego volvió sobre sus pasos.
A pesar de las ambigüedades, ¿regresan los moderados al centro de la escena? Al menos mientras la pandemia bata records parece que sí. Yendo a la vulgata borgiana: no los une el amor, sino el Covid. No obstante, es probable que si recorren ese trayecto se consoliden sus imágenes. No solo la de Fernández y Larreta, sino también la de María Eugenia Vidal y Roberto Lavagna, entre otros.
El consenso es un estado de excepción en la Argentina. Sucede cuando una razón trágica trastoca la evolución normal de los acontecimientos. Así en 2021 como en 2002: un país arrasado por la calamidad no admite más disenso, a riesgo de colapsar. Es claro que siendo tan módica la experiencia de acuerdos, el incentivo de los políticos antes que la clarividencia pareciera ser el temor. Miedo instintivo a ser desbordados por la ingobernabilidad.
¿Pueden variar los incentivos y tornarse el convenio y la sensatez más perdurables? La evidencia histórica indica que tiende a imponerse la “ley de la discordia”, descripta tempranamente por Joaquín V. González cuando trazó la semblanza del siglo XIX con motivo del Centenario. El abrazo de Perón y Balbín, el balcón de Alfonsín y Cafiero y el “Diálogo argentino” duraron apenas el tiempo de la crisis. Después todo volvió a la normalidad.
Sin embargo, la demanda popular tal vez pueda cambiar las cosas. Y las cosas de la Argentina acaso puedan cambiar a su clase dirigente. Se han sucedido dos gobiernos de distinto signo que no lograron solucionar los principales problemas del país y terminaron aplicando medidas similares. El Covid demandará años de reconstrucción. La falta de consenso dificulta la legislación. Hay que pagar una enorme deuda pública. La inflación corroe a la sociedad. La pobreza quema.
En medio de este desastre, existe un incentivo realista para ser razonables: la moderación no requiere grandes ideales ni excesiva inteligencia. Se trata de una cuestión pragmática: es lo que hoy cotiza mejor en el mercado político. Basta repasar los sondeos y mirar el mundo. Merkel concluye respetada, Biden llega para restablecer la cordura, Trump fue, Bolsonaro yace atrapado en la paranoia populista. Y a Cristina y Macri no los quieren la mayoría de los argentinos.
Existen muchos aspirantes a la presidencia en 2023. Tal vez demasiados. Pero el que de ellos interprete con mayor talento la moderación y el diálogo, estará en mejores condiciones de ganarla. La política no será entonces la continuación de la guerra por otros medios, sino una tregua para reconstruir el país después de tanto sufrimiento.
*Analista político. Director de Poliarquía consultores.