Conozco muchos –demasiados– narradores que no leen poesía. Allá ellos. Por mi parte, la única diferencia sustancial que encuentro entre narrativa y poesía es técnica: en el poema una palabra va debajo de la otra; mientras que, en la novela, una va detrás de la anterior. Fuera de eso, no mucho más. Y ambas, narrativa y poesía, comparten el mismo enemigo: lo poético. La búsqueda de una experiencia excelsa, altísima; esa idea falsamente musical que el lenguaje puede transportarnos hacia un mundo inaccesible, elevado, y trascendente (estoy convencido de que a la prosa poética habría que prohibirla, pero cuando digo eso me tildan de autoritario, totalitario, fascista o incluso kirchnerista –que para ellos vendría a ser todo eso junto–, así que mejor ni mencionarlo). Lo único que hay detrás de la escritura es la materialidad de las palabras. El resto es sensiblería y lugares comunes (todo esto ya había sido dicho antes y mejor por Gombrowicz en Contra los poetas).
Pensaba en todo esto mientras recordaba un poema de Charles Bernstein, mientras conversaba con ella en un café de un barrio horrible. Bernstein escribe en la herencia de poetas como Louis Zukofsky y obviamente John Asbhery, es decir, es alguien que merodea en torno a la idea de entender a la sintaxis como un campo de batalla, como un combate a base de trampas y dobleces lingüísticos. Igual que otros buenos poetas de su generación –poco traducidos– como Bob Perelman y Michael Palmer, su poesía oscila entre el sentido del humor y la parquedad, entre la reflexión filosófica y las sospecha en la posibilidad misma de reflexionar. Para Bernstein la sintaxis es un agujero negro en el que irremediablemente hay que perderse. Hace ya años estuvo en la Argentina. En su lectura escuché un poema que no logro recordar de memoria, solo fragmentariamente. De hecho, lo busqué en los libros que de él tengo en mi casa, y no estaba; lo rastreé por internet y tampoco lo encontré (seguramente debe estar, soy yo que jamás encuentro nada en internet). Era un poema escrito a base de las preguntas que los traductores de Bernstein (al francés, al alemán, incluso al japonés) le fueron haciendo a lo largo de los años. Los párrafos se encadenaban sobre las dudas que los traductores tenían para comprender el sentido de sus poemas. Frases como: “Cuando usted dice “Door in The Floor”, ¿se refiere exactamente a una puerta en el piso, o es una metáfora?” Frases que, por acumulación, terminan siendo una ironía sobre la posibilidad de encontrar el sentido en la poesía. Pero el tema no reside en que los traductores no hayan logrado entender algo, algún término intraducible. El asunto es que un poema, cuando es radical, es siempre intraducible; pero intraducible para sí mismo, intraducible a su propia lengua.
En un poema llamado Sol, Michael Palmer escribe: “Una palabra está fuera de sí. Aquí el poema se llama Lo Que Hablar Quisiera Decir”. Pero nunca llegaremos a saber qué quiere decir exactamente. El sentido es algo que nunca se alcanza, que se escapa, se desplaza sin remedio. Y sólo quedan las huellas, la materialidad de las huellas; como la materialidad de los pasos de una caminata por un barrio al que ya no volveré, en el momento en que uno pregunta “¿de qué estamos hablando?”, y ella contesta: “No sé; quizás de todo, quizás de nada”.