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De reperfilar vencimientos a los eufemismos

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Lacunza. Un discurso con neologismos para evitar la angustia. | cedoc

Keith Allan y Kate Burridge, en un libro de 1991, sostienen que el eufemismo se usa como alternativa a una expresión ominosa, con el objeto de proteger la propia imagen o la imagen de los otros. Y es que todo eufemismo –que ya en su origen griego alude al “bien decir”– es siempre el giro de buen gusto o decoroso que se le da a una expresión dura o malsonante, tabú o escatológica.

En otras palabras, el eufemismo es el término que se usa en reemplazo de uno distinto que pudiera ofender o incomodar a quienes lo oyen. Las graciosas injurias de los viejos cómics o de la literatura gauchesca –como “cáspita” o “la pucha”– no son sino eufemismos que se emplean para evitar la grosería.

Hay, frente a estos, otros eufemismos. Otros quizá no tan cándidos. Otros tal vez más estratégicos. Desde la “irregularidad” para referirse a una actividad delictiva hasta los “retornos” para nombrar las coimas, pasando por la “flexibilización” para hablar de los despidos, sabemos que el empleo de eufemismos está llamado a hacer más amigable una realidad que no lo es en absoluto.

Hace apenas diez días, nuestro flamante ministro de Economía, Hernán Lacunza, se dirigió al país para anunciar las medidas que se ocupará de tomar a fin de enfrentar la inestabilidad cambiaria. Con un discurso bien elaborado –digamos todo–, el ministro describió la situación según la mirada del actual gobierno y expuso un plan de soluciones o paliativos.  

En uso de sus aptitudes corporativas (que no otra cosa son los lenguajes de especialidad, si se me permite el extremo), no se privó Lacunza de las metáforas, tan caras a los economistas. Y habló de “acordar una campana protectora sobre el sistema financiero y cambiario”, de “aliviar la carga financiera”, de “despejar el horizonte financiero argentino” e incluso del “estrés de liquidez de corto plazo”.

A pesar de una jerga tan figurada (que de algún modo evita nombrar a las personas), los medios y las redes –memes y gifs incluidos– se interesaron en forma exclusiva por un neologismo. Pues sí, el ministro se animó a proferir que iniciaría el diálogo con el Fondo Monetario Internacional “para reperfilar los vencimientos de deuda con ese organismo”.

Los más prescriptivistas (que los hay y muchos) se quejaron porque ningún diccionario registra “reperfilar”. En efecto, no todas las palabras que los hablantes usan aparecen en el diccionario. Pero se ha de decir, en salvaguarda del ministro, que la palabra no está mal formada. Puesto que lo que los economistas llaman “perfil de vencimientos de la deuda” (como me dice mi amigo Roberto) es lo que individuos más pedestres podríamos llamar “cronograma de vencimientos de la deuda”, “reperfilar” (con el prefijo “re” y el verbo que proviene de “perfil”) viene a ser algo así como “volver a armar el cronograma de vencimientos”.

¿Por qué el ministro no dijo, simplemente, “reprogramar” o “refinanciar”? ¿Por qué se inventó el eufemismo?

Al igual que la memoria olfativa –fenómeno misterioso pero potente–, la memoria discursiva despliega ineluctablemente una malla de recuerdos. Y si, como afirma Jean-Jacques Courtine, el lenguaje es el tejido de la memoria, no hay manera de evitar que los recuerdos despertados por “reprogramación de deuda” o “refinanciación de deuda” fabriquen una trama de angustia y de zozobra. Que se hilvanen, en fin, y aun cuando así no sea en los hechos, con “corralito”, con “cepo”, con “default”.

El ministro Lacunza lo sabe muy bien. Sabe que apenas pronunciar estas palabras (“reprogramar”, “refinanciar”) dispara una red tácita de fantasmas que ensombrecen nuestra memoria colectiva. Y no es momento de oscurecer el ambiente. Es, antes bien, momento de “biendecires”. Y de desensillar hasta que aclare.

 

*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.