Antes, cuando las señoras viajaban a Europa, llevaban.
Oiga, un momento, así no: esto es terriblemente ambiguo. ¿Antes? ¿Qué quiere decir antes? ¿El año pasado? ¿El siglo V antes de Cristo? ¿Octubre de 1986? ¿La revolución francesa? ¿Qué es antes? Y hay más todavía: ¿qué es eso de que las señoras viajaban a Europa, eh? ¿Acaso todas las señoras viajaban a Europa? ¿Todas?
Bueno, no, usted tiene razón. Generalicé sin querer, todo por pretender contar rápidamente y en los debidos caracteres con espacios, lo que se me acaba de ocurrir. Voy a aclarar: por antes, quise decir sigo XX principios de. O mediados. O incluso fines del XIX. Y por las señoras, quise decir las señoras que podían debido a su posición económica y social, viajar a Europa. Que no eran todas, claro que no. Y hasta las había que venían de Europa a Argentina y no precisamente en plan turístico sino en plan quedarse por si podían estar mejor acá que allá. Si con esta aclaración estamos de acuerdo, sigo.
Hace un siglo o un siglo y medio, las señoras ricas que viajaban a Europa llevaban montones de equipaje: valijas, baúles, bolsos, carteras, sombrereras, necesseres, estuches, alhajeros, y, las más ricas, doncellas (a ser posible francesas) que se ocuparan de todo y de proporcionarles sales adecuadas si se desmayaban. Suena a novela anacrónicamente chick-lit, ¿no es así? Lo siento, no fue mi intención. Mi intención fue, desde el principio, hablar del equipaje y, si puedo, sacar de las descripciones que haga, algunas conclusiones ingeniosas e inteligentes. No me es posible garantizar nada. Usted ya sabe que con esto de escribir un artículo una empieza con algo que cree tener muy seguro de las riendas, y acaba con el caballo desbocado metido en senderos por los que no había pensado pasar al trote o al galope. Pero veamos: baúles los había de todo tipo. Simples, es decir, receptáculo y tapa abovedada que se levantaba; los que eran más profundos se llamaban baúl medio mundo; los había más complicados, con divisiones internas y estantes que podían cambiarse de lugar; y tremendamente laberínticos y que se abrían de lado, como puertas. Estos eran los más interesantes porque en la parte de abajo de ambas puertas había huecos para zapatos; en la parte media, tapas que se abrían hacia abajo o arriba o al costado y que ocultaban lugarcitos casi misteriosos en los cuales guardar, ¿guardar qué?, guantes, pañuelos, collares, ah no, los collares iban en los alhajeros; bueno, medias entonces hechas un bollito, o flores de seda y tul para adornar vestidos de fiesta, o medicamentos, o libros de oraciones, o latitas de glicerolado de almidón para las manos, o botellitas de cristal con unas gotas de ilang–ilang, o gorros de dormir, o cintas para agregar a algún sombrero. Pero, oh maravilla, en la otra puerta había un aparato plateado que se abría para que de sus dos extremos colgaran las perchas en las que viajarían los vestidos, los abrigos y los trajes de la viajera. Seis perchas, pero los había de ocho y de doce. Esos baúles eran de madera forrada en cuero, generalmente verde oscuro, en el que relucían en blanco las iniciales de la propietaria. Que, por supuesto, no los transportaba ella misma y ni siquiera la doncella sino los changadores de uniforme gris y gorra con visera de hule. Las valijas eran eso, simplemente valijas, más grandes, más chicas, de cuero rugoso o liso, con herrajes plateados y adentro como mucho unas bolsas de seda con elástico adheridas a las paredes, en las cuales se ponía la ropa interior o muy delicada. Lo mismo que los bolsos, que contenían lo que había de usarse a menudo en el camarote. Ahora, las sombrereras, eso era otra cosa: redondas, muy muy grandes, más frágiles que las valijas y no digamos los baúles, y que ya no se ven no solamente en las casas que venden equipaje sino ni siquiera en las antiguallerías, qué lástima. No porque una quiera volver a usarlas, qué disparate habiendo ahora esas valijitas con manija y ruedas que cualquiera de nosotras puede llevar a Buenos Aires o a Singapur sin esfuerzo, sino por pura nostalgia de las cosas perdidas.
Ahora (y cuidado usted, no me vaya a cuestionar el ahora) viajamos mucho mejor. Sin tanto valijerío, sin doncellas francesas o no, sin changadores, sin sombrereras redondas. Viajamos etéreas, a menos, claro, que traigamos ochocientos mil dólares en una valijita con ruedas; viajamos livianas y rápidas sin baúl y sin siquiera el pasaje que nos espera con electrónica paciencia en la computadora de la rubia que atiende el mostrador de nuestro vuelo.