Si bien las políticas de larga duración de Estados Unidos son, en gran medida, estables, con ajustes tácticos, Obama ha aportado algunos cambios significativos. El analista militar Yochi Dreazen y sus coautores observaron en Atlantic que, mientras la política de Bush consistía en capturar (y torturar) sospechosos, Obama simplemente los asesina, mediante el rápido aumento del uso de armas terroríficas (drones) y del personal de las fuerzas especiales, muchas de ellas equipos de asesinos. Se han desplegado unidades de las fuerzas especiales en ciento cuarenta y siete países. Esos soldados, ya tan numerosos como todo el ejército de Canadá, son, en efecto, un ejército privado del presidente, una cuestión debatida en detalle por el periodista de investigación Nick Turse en la web TomDispatch. El equipo que Obama envió para asesinar a Osama bin Laden ya había llevado a cabo, quizás, una docena de misiones similares en Pakistán. Como ilustran este y otros hechos, aunque la hegemonía de Estados Unidos ha disminuido, su ambición no lo ha hecho.
Otro asunto del que se suele hablar, al menos entre aquellos que no se obstinan en estar ciegos, es que el declive estadounidense es autoinfligido en buena parte. La ópera cómica representada en Washington sobre el posible “cierre” del Gobierno, que asquea al país (una gran mayoría de los ciudadanos piensa que habría que desmantelar el Congreso) y desconcierta al mundo, tiene pocos antecedentes en los anales de la democracia parlamentaria.
El espectáculo ha llegado a atemorizar incluso a los patrocinadores de la charada. A los poderes empresariales les preocupa ahora que los extremistas a los que ayudaron a poner en el gobierno decidan derribar el edificio en el que se basan su riqueza y sus privilegios, el poderoso “Estado niñera” que sirve a sus intereses. (...)
En cuanto a la ciudadanía, la principal preocupación es la profunda crisis del empleo. En las circunstancias actuales, ese problema crítico solo podría haberse superado mediante un significativo estímulo del Gobierno, mucho más allá del que inició Obama en 2009, que apenas compensó la reducción del gasto a escala estatal y local, aunque probablemente todavía salvó millones de empleos. En cuanto a las instituciones financieras, la preocupación principal es el déficit. Por consiguiente, sólo se discute el déficit. Una inmensa mayoría de la población (72%) está a favor de abordar el déficit con impuestos a los muy ricos. Una abrumadora mayoría se opone a los recortes en programas de salud (69% en el caso de Medicaid, 78% en el de Medicare). El resultado más probable es, por lo tanto, el opuesto.
En el informe que presenta los resultados de un estudio sobre cómo eliminaría la ciudadanía el déficit, Steven Kull, director del Programa de Consulta Pública, que llevó a cabo el estudio, escribe: “Claramente, tanto el gobierno como la Cámara de Representantes, dirigida por republicanos, llevan el paso cambiado con los valores de la ciudadanía y las prioridades en relación con el presupuesto [...]. La mayor diferencia en gasto es que la ciudadanía prefería grandes recortes en gastos de defensa, mientras que el gobierno y la Cámara de Representantes preferían incrementos modestos [...]. La opinión pública también prefería gastar más en formación laboral, educación y control ambiental que el gobierno y la Cámara”.
Los costes de las guerras de Bush-Obama en Irak y Afganistán se calculan ahora en 4,4 billones de dólares; una gran victoria para Osama bin Laden, cuyo objetivo anunciado era llevar a Estados Unidos a la bancarrota metiéndolo en una trampa. El presupuesto militar de Estados Unidos para 2011 –casi equivalente al del resto del mundo combinado– era más alto en términos reales (con ajustes según la inflación) que en cualquier otro momento desde la Segunda Guerra Mundial, y tendía a elevarse todavía más. Se habla mucho de recortes proyectados, pero esos informes no mencionan que, si se producen, será respecto a los índices de crecimiento proyectados por el Pentágono para el futuro.
La crisis del déficit ha sido en gran medida fabricada como arma para destruir odiados programas sociales de los cuales depende buena parte de la población. El muy respetado corresponsal económico Martin Wolf, de The Financial Times, escribe: “No es que abordar la posición fiscal sea urgente [...]. Estados Unidos puede conseguir préstamos en condiciones favorables, con un interés en bonos a diez años próximo al 3%, como predijeron los pocos que no se pusieron histéricos. El reto fiscal es a largo plazo, no inmediato”. Y es significativo lo que añade: “Lo más sorprendente de la posición fiscal federal es que se prevé que los ingresos públicos sean sólo el 14,4% del PIB en 2011, muy por debajo del promedio de la posguerra, cuando estaban en torno al 18%. La previsión de ingresos por impuestos sobre las personas fue sólo del 6,3% del PIB en 2011. Este no estadounidense no puede entender a qué viene el alboroto: en 1988, al final del período de Ronald Reagan, la recaudación era de un 18,2% del PIB. Los ingresos fiscales tienen que aumentar sustancialmente para frenar el déficit”. Asombroso, ciertamente, pero la reducción del déficit es la exigencia de las instituciones financieras y los superricos, y en una democracia en rápido declive eso es lo que cuenta.
Aunque la crisis de déficit se ha fabricado pensando en la salvaje guerra de clases, la crisis de la deuda a largo plazo es grave y lo ha sido desde que la irresponsabilidad fiscal de Ronald Reagan convirtió a Estados Unidos de principal acreedor en principal deudor del mundo, triplicando la deuda nacional y elevando las amenazas a la economía, que aumentaron con rapidez con George W. Bush. Por ahora, no obstante, la principal preocupación es la crisis del desempleo.
*Profesor emérito del Departamento de Lingüística y Filosofía del MIT. Fragmento del libro ¿Quién domina el mundo?, Editorial Paidós.