Al comenzar mi informe in voce el miércoles en Tucumán, en el recurso de apelación contra la sentencia que denegara reabrir la investigación para determinar si los crímenes de Humberto y María Cristina Viola, asesinados brutalmente por el ERP el 1º de diciembre de 1974, eran o no de lesa humanidad, advertí que la cuestión de fondo que se debatía no era si el proceso se había clausurado arbitrariamente sin investigación alguna; si se había negado a la pretensa querellante el derecho de impulsar la investigación más allá de lo que hiciera el fiscal; si se habían desconocido a niñas que tenían tres y cinco años al momento de ser salvajemente acribilladas los derechos que el artículo tercero de la Convención de Ginebra de l949 les reconoce impidiendo atentar contra civiles en cualquier clase de conflicto armado.
La cuestión central en debate era la responsabilidad moral de los jueces para educar en la verdad, esa verdad que en la causa Viola se ha mantenido bajo presión.
Pero la verdad –como supo decirme Mario Eduardo Firmenich años atrás, al aceptar mi invitación a participar en un diálogo de reconciliación con Jorge Rafael Videla– es como un corcho en el agua, se la puede mantener bajo presión un tiempo, pero finalmente emerge.
Hoy la gente comienza a exigir que se juzgue también a los guerrilleros.
Juan Bautista Alberdi advirtió en su hora que la justicia podía servir de instrumento del crimen y que nada lo demostraba mejor que la guerra misma.
La Cámara Federal admitió en el juicio a los comandantes que en la década del setenta, Argentina vivió una guerra revolucionaria; algunos fiscales y jueces lo niegan para no otorgar a las víctimas de la guerrilla la protección que el derecho humanitario internacional les reconoce.
No todos los miembros de los poderes públicos tienen la aguda conciencia moral de François Mitterand quien, sabiéndose enfermo de cáncer, y pese al gran poder que detentaba, fue al encuentro de Jean Guitton para que le hablara de su Dios, para que le explicara qué es el juicio final.
La respuesta del eminente filósofo católico fue tan directa como lacerante: “Cesar de justificarse, dejar caer las máscaras”.
Guitton pensaba que el juicio final no se improvisa, lo vamos preparando con nuestros actos de toda la vida, con las máscaras que podemos colocarnos para ocultar lo que verdaderamente pensamos.
No sé –dije a los miembros del tribunal– si tienen o no fe, pero sé que, como yo, habrán de enfrentar la hora inexorable de la muerte, esa hora donde estaremos a rostro descubierto e ingresaremos en la profundidad de nuestra conciencia.
Para ninguno de nosotros, ya jueces, ya abogados, este es un juicio más. Aquí se enfrentan de manera muy clara los desafíos que suele colocarnos la vida. La opción entre la conveniencia o los valores, la justicia o la política, el coraje o la cobardía.
Podemos actuar de dos maneras: con memoria ejemplar o con memoria literal. Los exhorto a rescatar la verdad completa; los convoco a reconciliar la patria juzgando a todos los que olvidaron el sagrado valor de la vida.
Alberto Molinas, que había perdido cinco hijos que militaban en Montoneros, me dio un ejemplo imborrable de lo que significa actuar con memoria ejemplar. Tenía claro cuál era su deber como padre, como autoridad, y es por ello que en los últimos días de su vida hizo pública una carta que decía: “Coincido totalmente en que hubo una responsabilidad de la clase política. No tomaron una actitud clara como correspondía, no estuvieron a la altura de las circunstancias, difundieron la pedagogía de la violencia, la cual fue también proclamada en los colegios y en el púlpito. El error más trágico de guerrilleros, militares, políticos y educadores fue no haber respetado el valor innato de la vida que vale por sí misma y no según lo que se piensa… Acá tenemos que sentarnos todos a hacer un mea culpa”.
*Abogado de la familia Viola en la demanda que se tramita en Tucumán.