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Del caminar dormidos

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Hace unos años, un personaje mío preguntaba: “¿Por qué pensar que una familia es la mejor forma de organizar los cuerpos en el espacio?”. No fue mi última obra sobre familias disfuncionales (hubo muchas, en lo que va de este pequeño siglo), pero todo parece indicar que el tratamiento de este tema infinito (la familia como misterio) empezó a ser más fértil en el cine que en el teatro, más político, menos íntimo. Quizá la intimidad de la cámara permita mostrar sin enunciar, transformar el ritmo de lo unheimlich (lo siniestro para Freud) en un subgénero del terror. Prueba de esto y más es Los sonámbulos, de Paula Hernández, que pone la cámara tan cerca del poro y la respiración que hasta los sentimientos más piadosos empiezan a supurar su terror. Es que, visto muy de cerca, todo personaje es un monstruo en potencia, todo cuidado es posesión, toda generosidad es negoción.

La familia de Hernández es elenco de lujo. Erica Rivas, Luis Ziembrowski, Valeria Lois, Marilú Marini, Daniel Hendler, Ornella D’Elía, Rafael Federman actúan como en un continuo sin fisuras: el tiempo es una acuarela manchada de parientes que suelen caminar despiertos por las noches de calor en una casona mal ambientada para su última Navidad. La bomba puede estallar por cualquier lado y esta amenaza hecha de vínculos ejerce curiosamente un movimiento de desplazamiento de lo sobrenatural: lo mágico no existe. Así que lo mágico empieza a ser lo terrenal, lo familiar vuelto siniestro: dejar de traducir a otros para empezar a escribir lo propio, encerrarse en el auto a comerse sola el postre que era para todos, recortar gente de las fotos, tratar de hablar con una hija adolescente.

“¿Por qué no dejás de escarbar para ver la mierda que somos?”, le espeta Ziembrowski a Rivas. Dejar de escarbar es imposible y escarbar conduce siempre a la miseria.

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Pero atención: esta familia patriarcal, silenciosa, envenenada, es una alerta de algo que agoniza. No sabemos lo que vendrá. Pero ya está viniendo.