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Delirios que matan

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Como todas las mañanas desde que estalló la Segunda Guerra, el viejo escuchaba las noticias que llegaban desde el frente europeo. “Las tropas alemanas están a treinta kilómetros de Moscú”, anunció ese día el informativo. El viejo saltó con violencia de la silla y gritó: “¡Mentira, mentira!”. Luego, con un certero golpe, partió la radio en dos y se retiró en silencio a dormir su siesta matutina. Nunca más la realidad volvió a estorbar la paz en esa casa de inmigrantes judíos de la ciudad de Córdoba.

He contado esta anécdota varias veces. Pertenece al acervo familiar y me sigue pareciendo el más elocuente ejemplo sobre los daños que la realidad puede producir en algunas personas. Negar los hechos, dibujarlos, adaptarlos a las necesidades propias son conductas más frecuentes de lo que se podría suponer. Los grupos sectarios, incluidos ciertos partidos o corrientes políticas, suelen ser especialmente proclives a las construcciones imaginarias. Por temor a contradecir al líder o por miedo a la frustración que genera la verdad, se fabrican escenarios a medida. Y en muchos casos provocan grandes tragedias.

Esto parece haber ocurrido hace 25 años, cuando una patrulla perdida decidió que había llegado finalmente la hora de hacer la revolución pendiente desde los años 70. Y eligió un peculiar montaje para llevarla a cabo. Fue el 23 de enero de 1989. En pleno verano, en plena democracia y cuando la sociedad argentina había dado ya sobradas muestras de repudio a la violencia de cualquier tipo. No había señal alguna que pudiera confundir a los actores. Nadie suponía que la toma del Palacio de Invierno estaba por llegar. Sin embargo, a las 6.30 de la mañana de ese fatídico día, un camión robado a la empresa Coca-Cola derribó el portón de ingreso al Regimiento III de La Tablada. Detrás ingresaron seis autos y comenzó una balacera infernal contra la guardia de la unidad militar. Los atacantes, algunos con las caras pintadas, arrojaban volantes firmados por un supuesto “Nuevo Ejército Argentino” y gritaban consignas a favor de Aldo Rico y los amotinados de la Semana Santa de 1987.

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Todos los indicios llevaban hacia un nuevo episodio de levantamiento militar contra el gobierno alfonsinista. Pero la única certeza que había era la confusión. Ni siquiera los servicios de inteligencia podían explicar exactamente qué estaba sucediendo. El combate se extendió durante 24 horas y dejó un saldo de 29 muertos y 13 atacantes oficialmente detenidos (hay denuncias de que algunos fueron ejecutados luego de ser apresados). A los apresados se sumaron luego siete más que habían participado en los “grupos de apoyo externos”. 

Recuerdo mi propio espanto a medida que se fue conociendo la lista de “combatientes” muertos o detenidos. A algunos los conocía personalmente. A la mayoría por su actuación pública. Todos, efectivamente, eran militantes del MTP (Movimiento Todos por la Patria), una de las organizaciones en las que habían desembarcado ex militantes y guerrilleros del PRT-ERP, supuestamente reconvertidos en flamantes activistas de la democracia. El grupo sostenía una revista, Entre todos, una especie de manual práctico para la unidad nacional, donde escribían peronistas, radicales, socialistas, curas, rabinos y militantes de todo el arco progresista. Frecuentemente organizaba charlas y conferencias sobre la necesidad de “un amplio frente democrático” para defender la democracia.

Durante muchos años las investigaciones sobre el trágico 23E se inclinaron por buscar pistas en alguna conspiración de los servicios de inteligencia. Los guiaba la natural tendencia a suponer que los hombres actúan racionalmente. Sin embargo, el paso del tiempo fue demostrando que las “operaciones de intoxicación” no existieron o, si existieron, no fueron la motivación que guió a los atacantes del Regimiento III. La realidad de los hechos desnuda que el MTP, conducido por el ex comandante del ERP Enrique Gorriarán Merlo, planificó el asalto al cuartel simulando una sublevación de militares “golpistas” para que, con el apoyo “del pueblo levantado en defensa de las instituciones”, esa organización revolucionaria (en la operación participaron unos ochenta militantes) se hiciera cargo de la conducción del país. Tenían todo previsto: la meta era la Casa Rosada. “El que llega primero al sillón de Rivadavia se sienta”, bromeaban durante los preparativos. Nunca antes un grupo de izquierda se había atrevido a armar una farsa parecida.

En su libro Usos del pasado, un profundo ensayo sobre los años 70, la socióloga Claudia Hilb dedica un imperdible capítulo a La Tablada. Allí reconoce la perplejidad que le produjo comprobar, luego de una vasta indagación, la imagen que los propios asaltantes tenían sobre el resultado que obtendría el operativo: “Era la de los atacantes saliendo del cuartel montados en los tanques, rumbo a Plaza de Mayo, civiles valientes que, proclamándose victoriosos en su reacción contra una nueva asonada de los militares alcistas, encabezarían un insurrección popular que los militantes del MTP tenían por misión fogonear en coincidencia con la salida del cuartel en los distintos barrios”. 

Los delirios a los que conducen “los microclimas conspirativos de las sectas revolucionarias”, como los denomina Hilb, parecerían fáciles de comprender. Sobre todo a la distancia, cuando ya se han incorporado al pasado. Sin embargo, como también señala la ensayista, “en el montaje del asalto al cuartel de La Tablada se deja ver, a la vez como caricatura y como tragedia, el destino totalitario del pensamiento revolucionario del siglo XX, el devenir de la ilusión de eliminar toda contingencia de asuntos humanos y de fabricar una realidad a imagen y semejanza de una idea”. 

La ficción política no es atributo exclusivo de los pequeños grupos delirantes. Se puede inventar la realidad sin necesidad de asaltar un cuartel. Acomodando los hechos a las necesidades de un proyecto político. O simplemente partiendo la radio en dos para no escuchar las malas noticias.

 

*Periodista y escritor.