Estoy en un lugar al que se considera la cuna del capitalismo, pero como hoy el capitalismo es global, da lo mismo, es cualquier parte. La máquina capitalista ronronea o gruñe, pero está siempre ahí.
Hace unos días tuve una discusión con mi marido. Apenas llegados a la ciudad, salimos a hacer las compras. Él portaba su mapa de Google, donde había identificado unos mercados. Se enojó porque yo hacía caso omiso de sus indicaciones. Había visto a un chico y un perro corriendo por un camino o pasaje y decidí seguirlos. Nos metimos en un laberinto de callejuelas desconocidas (mi marido seguía protestando: “No es así, no es así, hay que seguir las indicaciones del mapa”) donde pronto aparecieron personas portando bolsas repletas de víveres. Dos pasos más allá, estaba el supermercado del barrio. Dije: “Si hay un camino, es que lleva a alguna parte”.
Si me detengo en este pormenor, es para subrayar que suelo desconfiar de las máquinas, aun de las que más admiro, como es el caso de GoogleMaps.
Suelo desconfiar de las máquinas, aun de las que más admiro, como es el caso de GoogleMaps
Soy prácticamente un ludita, incapaz de resignar sus capacidades de baqueano a la omnisciencia de un satélite.
Esta mañana (y si no importa el lugar preciso, tampoco importa el tiempo), apenas terminado el desayuno escuché un ruido del otro lado de la ventana de la cocina. El robot que corta el pasto se había activado y recorría con paso torpe el breve jardín del que disfruto. Entendí su fealdad: el robotito corta todo lo que tiene por delante: trébol, cardo, brote de rosa, deditos de príncipe. Cuando encuentra un obstáculo o un borde de material, retrocede y cambia de dirección, aleatoriamente. Los caminos que va trazando sobre el pasto son irregulares, como heridas (el pasto debe cortarse siguiendo paralelas). Además, hay pormenores del terreno que confunden sus sensores y se empaca y queda ahí, gruñendo como un animal amenazado, hasta que consigue retroceder un poco y, con las últimas fuerzas que le quedan, volver a su base con el pasto todavía desprolijo para recargar la energía dilapidada.
Cualquier chonguito cumpliría con mayor eficacia, sentido de belleza y en menor tiempo una tarea semejante, pero aquí se ha decidido desconfiar de la capacidad humana para realizarla. Me angustio un poco.