El fuego, el azar, la mala hora, se cobraron siete vidas en Barracas. Es una catástrofe espeluznante que no coincide con la imagen de los bomberos que pasan a vender bonos de vez en cuando para proveer de nafta a las autobombas. Nunca he terminado de entender si el fuego es un enemigo de los ciudadanos o del estado, del mismo modo que no me es claro si la cultura es un asunto de ministerios o de artistas. ¿Sabrán esos uniformados imprecisos (a mitad de camino entre el policía y el buen vecino) que los espera la muerte agazapada?
Los medios devuelven a la comunidad los sepelios y ofrecen una síntesis de esas vidas arrancadas antes de tiempo. Recuerdo inevitablemente un pantalón que compré en un rezago militar para una obra en la que hacía de policía. El pantalón estaba casi nuevo; lo terminé de arruinar en los años que duró la obra de teatro.
Compré la prenda por una módica suma. Cuando lo fui a lavar encontré una carta en el bolsillo doblada en dieciséis partes. La escribía una novia. He leído cien veces esta carta privada y debo confesar que actué la obra con la carta en el bolsillo, como si el uniforme estuviera muy incompleto sin ella. Es una carta muy triste, no tanto por lo que dice –que la chica, que vive en Chaco, lo espera y lo desea y lo idolatra– sino porque la novia va todavía a la escuela, porque leerá con los de tercer año unas palabras alusivas en el acto del 25, porque ha salido a vender cosas con compañeros/as (así lo escribe, con letra infantil y birome roja) pero terminaron vagabundeando toda la chaqueña tarde, porque la vecina sigue con la nena internada y ella va a ir a comprarle unos remedios después de dejarle esta carta a Vero…
Lo ominoso, lo no dicho de esta conversación que no me estaba destinada es que el pantalón está a la venta en un rezago. ¿Qué fue del dueño? ¿Era un policía caído en acción, un cadete que prefirió dejar la Vucetich y vender todos sus útiles escolares? ¿Dónde están todos estos desconocidos: el policía que guardó la carta en el bolsillo, la novia adolescente en el Chaco, la amiga que se ofreció a llevar la carta, la nena de la vecina internada?
¿Qué se hace con la desgracia ajena, distante? ¿Habrá sido la desgracia íntima siempre así de reclamada por las comunidades antes de que existieran los noticieros y las infografías pixeladas? ¿Y qué se hace con una carta así? Yo no he podido tirarla nunca. Tampoco sé cómo conservarla. Supongo que por eso lo escribo hoy, años después, en estas estériles líneas.