Con la asunción de Néstor Kirchner se fueron Menem y todo su manto de delirante corrupción. El riojano dejaba el puesto de combate cuando lo habían votado cuatro millones y medio de ciudadanos. Si no hubiera existido el ballottage, regresábamos a la incertidumbre, a la vida fantasiosa, a la irrealidad de los años 90. El periodismo cumplió entonces con un código no escrito, pero respetado, que sugiere que un nuevo gobierno no debe ser mirado con lupa en los primeros seis meses de gestión. Y mucho más si el empeño consistía en salir de la debacle de 2001 y 2002. Como escribió en su momento el politólogo Marcos Novaro, estábamos en el inicio de un “nuevo transformismo peronista” y se debía esperar qué formas y propósitos podía llegar a adoptar.
En medio de las corridas en la sucesión de Eduardo Duhalde, el periodismo (esto es autocrítica que nos incumbe a todos) no hizo una revisión, ni estudió ni consultó el tiempo de gestión del kirchnerismo en la patagónica Santa Cruz. La información habría sorprendido a más de uno. El kirchnerismo tenía rasgos certeros de autoritarismo a lo largo del tiempo que gobernó en el extremo sur, invadiendo el Poder Judicial, manipulando el Parlamento local, atacando odiosamente al periodismo y con cargos de corrupción. No se tuvo en cuenta esa información que, en 2003, era bastante próxima.
La sociedad estaba pendiente de otros problemas: miedo a perder el trabajo, la desocupación. Terror a quedar desamparado. El Gobierno consiguió mantenerse a flote con un tipo de cambio alto y competitivo, y otras disposiciones en manos del ministro Roberto Lavagna. El Estado comenzó a mejorar la recaudación debido al incremento de la actividad productiva y de las retenciones al agro y porque el campo vivió un “boom” de producción. Kirchner logró conformar una nueva Corte Suprema de Justicia y agitó las consignas en defensa de los derechos humanos. Más: politizó a las agrupaciones de derechos humanos, las convirtió en militantes detrás de sus propósitos.
Pero el diálogo civilizado con el periodismo se frustró. Kirchner y su grupo no soportaron la menor crítica, ninguna sugerencia y reprochó, sin muchas demoras, al periodismo que no era oficialista. Repitió, así, su conducta en Santa Cruz. El atril presidencial en Casa de Gobierno y en distintos actos fue utilizado para burlarse, desde un exagerado uso del poder, de periodistas con nombre y apellido. Consintió en la estigmatización pública de periodistas prestigiosos, reconocidos históricamente. Le encantaba el “escrache”, la sevicia sin sentido, y usar el archivo del pasado para condenar a los que osaban cuestionarlo. Ese fue el método preferido. La denigración continuará siendo usada cuando Cristina Fernández ocupe la Casa Rosada. Los periodistas que no apoyaban su administración eran declarados “destituyentes”. A partir de la Resolución 125, Kirchner tuvo en la mira a diarios masivos, como La Nación y Clarín, que se agregaron a la históricamente crítica y marginada editorial Perfil. El matrimonio gobernante sacó luego de la galera un forzado proceso contra los propietarios de Papel Prensa (los diarios masivos), haciendo pasar su adquisición en 1976 como una acción espuria en tanto la historia real, la documentación y los testimonios mostraban todo lo contrario.
En los hechos, el “tratamiento” de Kirchner y su sucesión no se distanció de una matriz “latinoamericana”.Todos los amigos del Ejecutivo, todos populistas, demagógicos y autoritarios, emprendieron la misma guerra contra el periodismo. No hubo diferencias entre las acciones de Evo Morales, Hugo Chávez, Rafael Correa y Daniel Ortega. La porfía del kirchnerismo avaló una nueva especie de periodista, el “militante”, dispuesto a provocar y a subestimar las realizaciones del periodismo “profesional” que produjo investigaciones en profundidad, poniendo en el candelero actos de corrupción oficiales y negocios de empresarios a la sombra del poder político. Diarios y libros ofrecieron abundante y excelente información, honrando el oficio. Pero no fue suficiente. El kirchnerismo castigó esas imprudencias cercenando la publicidad oficial (que es del Estado nacional, no de este gobierno) a periodistas críticos e imponiendo cepos para ahogar financieramente a los medios. Son estrategias bélicas que traen víctimas y dañan a fondo la democracia.
*Periodista y economista.