Los grandes inventos tienen buena prensa y no es mi intención restarles méritos a sus creadores, todo lo contrario. Pero sospecho que muchos de esos inventos venían anunciándose antes de aparecer en público, en pequeños, modestos ensayos que terminaban en la nada, hasta que un buen día alguien dijo: “¡eureka!”, y apareció eso que hizo historia. Y así es como el señor Ford no inventó el automóvil o como el señor Fleming encontró la penicilina en su camino, o como bicicletas hubo desde los antiguos reinos de China, Egipto e India hasta volver a aparecer en el Codex Atlanticus de don Leonardo da Vinci con transmisión en cadena y todo, y más después en los manuales del conde de Sivrac y en folletos alemanes, franceses y escoceses hasta llegar a la preciosa bicicleta Raleigh negra y plateada que un cinco de enero dejaron los Reyes Magos en mis zapatos cuando yo tenía ocho años, ayer nomás. Pero, ¿y los pequeños, cotidianos, prácticos inventos que hoy usamos sin ponernos a pensar en quién fue el que dijo eureka? ¿Eh? El paraguas, por ejemplo. Sí, ya sé, los chinos usaban paraguas desde la noche y la aurora de los tiempos, pero eso no es gracia porque los chinos inventaron casi todo y lo que no inventaron se lo adjudicamos nosotros. El reloj ya sabemos, con esa manía que tenemos de andar midiendo la vida. La tinta, otra vez los chinos. Las tijeras, ¿quién inventó las tijeras? ¿Y los peines? Las biromes ya sabemos, gloria y loor al señor Biro. ¿Y los alfileres de gancho? Ah, caramba, acabamos de meter el dedo en el ventilador (actividad fructífera si las hay, porque la obliga a una a pensar y ya se sabe que pensar no es fácil). No sé quién inventó el alfiler de gancho pero la tipa o el tipo era un genio (me inclino por una tipa debido al asunto ése de los pañales y las túnicas y de cómo sujetarlas). Que son antiguos, lo son. Antiquísimos. Yo ví alfileres de gancho en el Museo de Villa Giulia, en Roma. No miento. Los vi. De plata. Se ve que eran para gente rica. Con figuritas alegóricas en la cabeza, grandes, chicos y medianos. Preciosos, le juro. Ah, los etruscos. Desde entonces los respeto más que antes. Y pienso con admiración en quienes fueron forjando esa maravilla, los alfileres de gancho.