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equilibrios

Dioses de la guerra

Podemos aceptar por válida la proposición “hay guerra”, porque la realidad (esa fuente de falsificaciones) no hace sino corroborarla día a día.

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Podemos aceptar por válida la proposición “hay guerra”, porque la realidad (esa fuente de falsificaciones) no hace sino corroborarla día a día. Y aunque así no fuera, el “hay guerra” podría considerarse un presupuesto dogmático, de esos que fundan una analítica completa. Es importante sostener ese presupuesto, si es que nos interesa preguntarnos cómo habremos de vivir juntos y qué clase de comunidades somos capaces de imaginar.

La guerra es una máquina de dividir (y son, por lo tanto, falsas las invocaciones a la unidad que la guerra suele convocar). Allí donde haya, pues, una máquina divisoria (un principio de diferenciación y de clasificación), podría decirse, habrá guerra. Es imposible, naturalmente, pensar la guerra al margen de la historia.

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Para nosotros, 1945 es una fecha decisiva. Ese año fueron descubiertos en Nag Hammadi (Egipto) trece códices de papiro forrados en cuero y enterrados en vasijas selladas que constituyen la mayor colección de textos gnósticos.

Para la gnosis, como se sabe, la batalla entre el bien y el mal (dos principios igualmente trascendentales, es decir: divinos) es lo que garantiza el equilibrio de cualquier sistema.

Todo esto se nos vuelve particularmente importante en estos días en que acaba de terminar la quinta temporada de Lost, un pormenorizado tratado sobre la guerra (que dicho sea de paso debe mucho a Thomas Pynchon). En el final, lo hemos visto, la guerra entre el bien y el mal encarna en dos dioses gemelos. Sólo eso nos faltaba: un Clausewitz erótico.

El costado más trash (es decir: el más verdadero) de nuestra cultura recupera la compleja tradición gnóstica para explicarnos qué es la guerra y cómo habremos de vivir una vez que aceptemos su carácter de movilización total.