COLUMNISTAS

Disparos fotográficos

Esta es la primera vez que me gustaría que esta columna tuviera otro diseño, con muchas fotos y si es posible grandes.

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Esta es la primera vez que me gustaría que esta columna tuviera otro diseño, con muchas fotos y si es posible grandes. Pero pensándolo bien, el diseño actual es muy bueno; sobrio, algo elegante, con buena visibilidad. No, el problema no es el diseño, sino yo. Quiero decir: mi proverbial diletantismo, mi incapacidad para emprender. Si tuviera otra personalidad, ya hubiera llamado al editor del suplemento y le hubiera ofrecido escribir una nota de tapa, o un artículo largo, o incluso le hubiera podido pedir prestadas, como excepción, las páginas 14 y 15 –habitualmente escritas por Mercedes Urquiza sobre arte– para que las fotografías se pudieran apreciar en su justo valor. Pero no, no lo hice, y aquí estoy, apelando a que los lectores puedan encontrar las fotos en Google. Porque de fotografía trata esta columna; o mejor dicho, de un fotógrafo. De uno de los mejores fotógrafos del siglo XX.

Cuando se hace la lista de los grandes, generalmente se piensa en Cartier-Bresson, Man Ray, Kertész, Capa. Pero nunca en Enrique Metinides, el más extraordinario fotógrafo de policiales latinoamericano. Metinides nació en la Ciudad de México en 1934 y todavía vive, retirado, rodeado de miniaturas de trenes y ambulancias. Durante décadas, el Niño (apodo que recibe porque empezó a fotografiar a los 12 años) publicó sus tomas en el diario mexicano La Prensa y en revistas como Crimen y Alarma! modificando para siempre lo que entendemos por foto policial. En México tienen una hermosa expresión para designar a la crónica policial: nota roja. Pues el mundo de Metinides está hecho de accidentes, tiroteos, muertos, violencia, pero nada de rojo. En sus fotos prácticamente nunca se ve sangre. En una entrevista, señala Metinides: “Me quedó muy grabada una película de cine en la que había una escena de una explosión. El director nunca mostró el edificio en llamas, sino las sombras de éstas en los rostros de las personas que observaban”. Y allí se resume buena parte de la estética del fotógrafo: poca sangre, pero en cambio mucha presencia de detalles urbanos y rostros de gente anónima. En sus fotos (autos chocados, cuerpos electrocutados, tiroteos salvajes) suele haber un grupo de mirones en torno al drama, como un coro de tragedia griega en medio de la polis mexicana.

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¿Por qué no se piensa en Metinides como uno de los grandes fotógrafos de la historia? Quizá porque, a diferencia de la literatura, la fotografía sigue rumiando en términos de fotos cultas y géneros menores. A ningún crítico literario se le ocurriría hoy decir que la novela policial es un género menor. Pero en fotografía todavía sí. Colocar a Metinides al lado de Cartier-Bresson sigue siendo una rareza. De hecho, Weegee –algo así como el equivalente neoyorquino de Metinides– es tal vez más conocido que el mexicano por la fuerza del aparato comercial norteamericano (¡De Weegee compré decenas de postales en Nueva York y de Metinides no conseguí ni una sola en el DF!) pero su obra (menos centrada en el hecho policial y con más presencia de la vida cotidiana y de lo social) tampoco aparece en el canon fotográfico estándar. Sin embargo, últimamente la obra de Metinides empieza a tener cierto reconocimiento. Alguna galería de Nueva York expuso sus fotos y una buena editorial independiente mexicana planea editar un libro (hasta ahora hay un solo libro de fotos suyas, agotado e inhallable). Ya era hora.

En Los mil y un velorios. Crónica de la nota roja en México, escribe Carlos Monsiváis: “¿Es la nota roja una gran novela colectiva, con episodios culminantes como hitos de la pequeña historia?”. En esa gran creación colectiva, las fotos policiales de Enrique Metinides ocupan un lugar único. El suyo es el sueño de todo artista genial: ni mejor, ni peor: único.