Paso mis anillos y reloj a mi doble de manos. Hará aquello que mis manos no saben, como un solo de contrabajo. En el cine hay dobles de manos para cortar morrones en juliana sin perder un dedo, para tocar el piano o incluso para hacer unas tostadas cuando no quieren pagarse horas extras al actor que está desde las 5:40 de la mañana.
Mirada por un minuto de más, la realidad revela lo absurdo de las cosas. ¿Hasta dónde se puede fingir ser otro sin saber todo lo que ese otro sabe y es? Y sin embargo lo formidable del cine es la embriagante ilusión de esa otredad.
Nuestros dobles, a su vez, se adaptan a circunstancias incompatibles con sus habilidades: entrar en nuestras camisas, ponerse panzas, teñirse pelo y barba por si se ve algo de más. Y repetir errores de ejecución, como usar cejilla en vez del sufrido meñique porque a mí me era más cómodo, o tocar con un violín sin afinación y sin resina. Nos cruzamos en el pasaje de anillos, relojes, cadenitas. Y como en un pacto de sangre, el ingrediente existencialista lo provee la larga espera. Filmar es esperar para todo. Tal vez haya que desenroscar una tapita, pero como uno esperó cinco o diez horas para ello, se te juega en la rosquita la vida entera. El tiempo, como el viento seco, carga de una electricidad innecesaria los actos más sencillos; torna iridiscente todo lo que era irrelevante.
El maestro Diego Lerendegui, violinista de Pugliese, vino a filmar. Esperó todo el día. Al final no filmó nada porque un milagro de lentes quiso que el actor Manuel Vicente se las arreglara bastante bien. Pienso en esas manos mitológicas, incandescentes, expectantes, puestas allí para ser sólo manos y pienso en la electricidad liberada en el ambiente. También pienso en dormir una semana entera antes de volver al mundo real. ¿Qué pasó en él? ¿El primo vacunado de Kicillof no era ningún primo? ¿Qué vamos a hacer con toda esta electricidad que se dispersa?
Miente, imanta, electriza, para que algo quede.
