Son tantas las columnas que escribí, que corro el riesgo de incurrir en la descripción repetida de una aventura. A la vez, ante la fantasía de estar reeditando una anécdota de viaje –cosa que me transformaría en un falsificador–, casi estoy seguro de haber empezado de esta forma una columna. Cuando uno se sienta a escribir, nunca escribe lo que tiene planeado. Ya lo debo haber dicho. Incluso puede suceder que uno no escriba nada de lo que tiene en mente pero que semanas después esté seguro de haberlo hecho. Esto también debe figurar en otra columna, ya que periódicamente me ocupo de explicitar recaudos ante algún posible brote de amnesia.
Recuerdo haber escrito sobre viajes en tren al Conurbano, aunque no recuerdo haber desarrollado una sospecha –o un hallazgo– que me acompaña desde hace días en el ejercicio de uno de mis vicios ocultos, conseguir vinilos de rock argentino originales. Periódicamente, en una suerte de hábito automático, rastrillo sitios web quedados en el tiempo, clasificados donde los viejos rockeros, sin someterse a la higiene de Mercado Libre, publican sus vinilos de la década del 70 con fotos borrosas o un simple texto, como en la extinguida revista Segunda mano: “vendo lote de Lp’s”.
Este vicio podría asociarse, en su cualidad ensoñada, con el de buscar oro entre las piedras, y tiene una genética caprichosa y autista que atribuyo a la imagen de mi padre, que vivía hojeando Segunda mano en busca de oportunidades. Los discos a los que me refiero abarcan la primera época dorada del rock nacional. Suelen cotizar muy bien en las disquerías de Palermo o Corrientes y cada tanto aparecen en el Conurbano como souvenirs de una batalla interrumpida por la dictadura. Bandas como Almendra, La cofradía de la flor solar, Manal, Vox Dei, Billy Bond y la pesada, Pescado rabioso, Pappo Blues, Color humano, Aquelarre, Invisible, encabezan el ranking de “los más cotizados”.
La certidumbre de que escuchar rock está asociado a otra edad, es un patrón común en los hombres que se deshacen de sus discos. Todos rondan los sesenta y pico, y pareciera que se preparan para la travesía de la vejez despojándose de amuletos de la juventud. Después de sucesivos viajes a Villa Ballester, Chilavert, Billinghurst, Loma Hermosa, llegué a la conclusión de que así como el cerro Uritorco atrae a fanáticos de la vida extraterrestre y los enjaula en su campo magnético, el Partido de San Martín es un epicentro de la sobrevida del vinilo original y agrupa personajes consumidos por una segunda vida ajena al rock. Por decirlo de alguna manera, nostálgicos atareados por las obligaciones superyoicas de la madurez, sin tocadiscos desde hace décadas. Un fabricante de pastas, un chofer de ómnibus, un piloto retirado, son algunos de los personajes que me vendieron sus discos. Y sí como en las calles céntricas de San Martín los sobrantes de un gran pasado industrial y peronista se superponen con el abandono y la precarización laboral, estos vinilos emergieron apilados en garages, en roperos y hasta en baños, sin sobres internos ni fundas. Verdaderos adefesios canibalizados por el auge del casete en los 80 y el CD en los 90. Sus respectivos dueños los manipulaban como chatarra, aunque al momento de despedirse solían atravesar una pequeña crisis y amagaban con retractarse. Parecían revivir cuán jóvenes habían sido antes de apagarse en los campos magnéticos de San Martín.