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Dos mujeres en un taxi

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| Cedoc

Las casas pueden estar deshabitadas por un tiempo, pero siempre alguien vivió en ellas. No existe la casa que no contuvo alguna vez una presencia humana, ya que para construirlas se necesita gente. A veces, que tu casa de la infancia siga en pie pero habitada por otros, es raro. Es como un aguijón de nostalgia que puede envenenarte. 

Me acuerdo que durante mucho tiempo yo me ponía melancólico y me tomaba 18 whiskys y solía llamar por teléfono a la persona que vivía en la casa donde nací. Le decía que estaba en mi lugar, que la cuidara. O le pedía que se fuera de ahí. El hombre o la mujer que atendían me hablaban. Otras veces escuchaban mi voz y cortaban. 

Pensé estas cosas porque estoy leyendo un libro hermoso que acaba de publicar Laura Wittner: Traducción de la ruta. Es finito y denso, de una duración engañosa, ya que se puede leer muy rápido –son poemas cortos– pero cuya “traducción” dura un tiempo largo en nuestra memoria. 

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¿Tenés experiencia? preguntaba Jimmi Hendrix. Wittner le contesta en un poema de la página 24 donde la poeta y su hija son detenidas brevemente dentro de un taxi que para en el semáforo. Y ella se da cuenta que está en su viejo barrio y que algunos signos han cambiado. “El presente no llegó completo”, dice. Y después mira un edificio que el poema no nombra. Va directo a la imagen mental: “Voy contando balcones hasta el séptimo/ y ahí me poso, me permito descansar/ un momento porque sobre esa casa/ sé todo menos quién vive ahora”. Y de ahí pasa a la interioridad del auto pero posando su mirada en el futuro que a veces suele estar encarnado en la prole: “Mi hija es casi adolescente./ apoya la cabeza en la ventana./ Cierra los ojos sin tensión”. Vemos un doble efecto: la hija está ahi, junto a su madre, pero puede estar también mirándola desde la casa sobre la que “sabe todo menos quién vive ahí ahora”. 

Sobre los hijos uno cree saber todo, pero no conoce nada.