Lo que Giorgio de Chirico pintaba no eran sueños sino verosímiles reconstrucciones diurnas de una poética del soñar. Claro que eso no fue siempre así. En él se oculta el misterio de una transformación deficiente, al menos en los términos de la expectativa moderna. Y todo misterio, sobre todo si no disimula una declinación o una pérdida ni se disuelve en la explicación de sus motivos, es siempre encantador.
Una anécdota que por fortuna no puede iluminarlo todo y con suerte nos dice algo que no terminamos de entender: de niño, en algún momento Giorgio quiso pasar del dibujo a la pintura y mezcló colores con aceite comestible, porque tenía entendido que de eso se trataba la pintura al óleo (esto habría que contarlo bien, con detalles pero sin lujo), y pasó días y semanas sin comprender por qué su cuadro no secaba, hasta que un viejo pintor le explicó que debía utilizar aceite de linaza.
Algo de esa torpeza, de esa incompetencia, de ese no saber hacer, es la marca que lo define y la que nos gana el respeto póstumo. Suele apreciarse su obra por el largo período llamado “metafísico”, ese friso mental discontinuo interminable de muros y edificios y esculturas que proyectan sombras negras que van más allá del cuadro, de máquinas humanas sin rostro, de ruinas y objetos geométricos que parecen hablar de otro mundo que no estaría en este, y que sin embargo lo evocaría, o lo anularía, o lo suplantaría, o que existiría sin necesidad de cualquier otra referencia. Un mundo que es una duna desierta y vacía donde el alma se despeja y se despoja o se despioja hasta llegar a un vacío al que seguramente De Chirico accedió antes que nadie y que no terminó de satisfacerlo ni cobijarlo del todo. Y fue por eso que luego de años de ese extrañamiento arribó a su llamado período “clásico”, al comienzo de los comienzos, en el que se dedicó a estudiar y copiar las obras de la Antigüedad como si fuese un principiante. La pregunta de los críticos es, ¿por qué, siendo el maestro de los cosmos extraviados, en determinado momento pasó a una pintura tranquilizadora, satisfactoria para el consumidor burgués?
No vamos a fingir que tenemos la respuesta al alcance de la mano, porque la presunción es el arte predilecto de los papanatas y en todo caso somos estúpidos de otra calaña. Sabemos, eso sí, que Giorgio de Chirico era un lector entrenado y de seguro conocía el aforismo de Kafka: “A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar”. Quizá, en algún momento, el pintor conoció ese punto y decidió que ese aforismo era erróneo y se determinó a emplear el resto de la vida en probarlo.
Un detalle anterior: de chico, en Grecia, Giorgio, su hermano y su madre salían de pesca a la madrugada. Antes de morir, en realidad siempre, recordó el brillo del róbalo saltando, la luz escamosa brotando de las aguas.