El otro día, no sé cuándo ni dónde, leí una frase que sí sé quién dijo: Luis Chitarroni. Como citar no es mi arte porque la memoria no es mi fuerte, recuerdo el énfasis de la afirmación pero no sabría transcribir la ajustada perfección de la frase. Chitarroni decía que todos quieren ser escritores pero nadie quiere escribir. Supongo que la contundencia de la afirmación se asentaba en (como siempre) una iluminación súbita de su emisor. Chitarroni es un reservorio de epifanías, tiene litio para iluminar las celulares conexiones de cerebros de buena parte del resto del mundo, raro que a Gerardo Morales no se le ocurriera ofrecerlo como fuente de alimentación al megabillonario Elon Musk y su parque mental de Futuramas.
Leída la frase y releído el párrafo anterior, me acordé de un título de un libro de poemas de Fogwill que siempre me encantó, Las horas de citar, que define su arte poética como un arte de la cita, un entretejido de novedades y encuentros de tradiciones, y a la vez lo liga a la música con un leve desplazamiento, con la sombra somera de una alusión. Transfigurado el título, Las horas de sítar serían entonces las horas de entregarse al dulce encantamiento de los versos que en sucesión evocan el efecto hipnótico que produce en los oyentes el instrumento hindú.
Volviendo a Chitarroni (cuyo apellido también lleva a la música, Chitarroni/guitarrón), su frase, en su certeza epigramática, me permitió pensar en un posible despliegue, como el de las cosmogonías gnósticas, en imparable progresión que podría decirse así: en la primera instancia, en la primera infancia, el aspirante a escritor entrevé la posibilidad de ser aquello que se nombra. Del escritor quiere el ser, la totalidad concebida como un núcleo radiante que lo envuelve. El problema paradójico es que, a menos que se conciba como un artista conceptual, que se apropia de la idea y no necesita de su concreción (lo representa el mero enunciado), no se “es” escritor sin “haberse vuelto” escritor, es decir, sin haber escrito. Me estoy quedando corto de espacio. Pasa el tiempo, y el aspirante a escritor escribe y con suerte es considerado, por los demás, como tal. Pero él mismo, en el decurso de su propia obra, se disipa en su práctica y ya no sabe. Cuanto más escribe, más comprueba que escritores son los otros. El secreto de su arte es hundirse en su irresolución. Dicho de otro modo, el ser se hace (cuando se hace) en la pérdida de su objeto.