Los vieron llegar bajo el solazo del mediodía, en bote, desde las barrocas estructuras flotantes, cuyas miniaturas aún atraen la curiosidad desde las repisas de las chimeneas.
Lo que más pudo sorprenderles eran las barbas renegridas o rojizas, algunos ojos claros y la fidelidad a las vestiduras, a pesar del calorón tropical (no podían saber que la ropa era más bien investidura).
Ninguno de los dos bandos, ni los desnudos ni los foráneos revestidos, podía imaginar o comprender que con ese acto se inauguraba la más reciente y notable hazaña de Occidente.
Para los locales, los recién venidos eran desconcertantes. Les atribuyeron con facilidad –de lo cual se arrepentirían– la categoría de dioses llegados del mar (respondiendo a viejos mitos pesimistas).
Ya en los primeros días empezarían a distinguir: el cacique, más alto, más rubio y de ojos azules, y el resto, gente toscamente marinera, indeclinablemente ibérica. El jefe sin duda sería el dios, por su solemnidad y porte. Pero un dios malhumorado y ceñudo, caviloso, como aquejado por problemas nada olímpicos; dolor de muelas, lumbago, deudas impagas. Hablaba además con acento distinto, de genovés que aprendió español para la aventura de América. En el decir o en el pensar se le mezclarían algunas palabras que cuatro siglos después, en la Boca de nuestro Buenos Aires, serían moneda corriente: bacán, pibe, morfar, pelandrún, y quizás otras que sus cartas cuidadosamente no recogen, ya que en esos años, cuando nacía el Occidente actual, el italiano, francés, inglés o alemán eran parlas de provincias. Sólo en español se podía hacer carrera y moverse uno en el mundo: era el latín de la banca, del poder, de los puertos, de las transnacionales (como esas ítalo-judías, que aprovechando la genial sensibilidad de la reina Isabel pudieron financiar la no menos genial ambición de Cristóbal Colón).
El dios venido del mar (seguramente Kukulkán o Viracocha) les regaló bonetes colorados y cascabeles. Los locales pagarían esos alegres chirimbolos durante siglos.
Los llamados “indios” en algo aventajaban cuatro siglos a los civilizadores: iban desnudos como suecos en verano. Una moda que Europa sólo alcanzará –con protestas de alcaldes playeros– en estos fines de siglo.
Para aquellos hombres que ni siquiera en la noche de bodas habían visto una mujer completamente desnuda, América se les revelaría como el paraíso. La posibilidad del cuerpo sin culpa (desde la primera hora, América era palabra de libertad.)
Este estupor no fue registrado debidamente en las crónicas: tal vez temieron un ucase papal que ordenara la clausura del Nuevo Continente por razones de inmoralidad o pornografía.
Colón anotó con vuelo de poeta esta visión de los cuerpos: “Ellos andan todos desnudos, como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vi una, harto moza... Todos de buena estatura, gente muy hermosa. Los cabellos no crespos, salvo corredíos y gruesos como sedas de caballo”. Después se calla prudentemente.
Los nativos quedaron desnudos a pesar de la opinión religiosa. La industria textil catalana no estaba entonces en condiciones de llevar al pudor a tantos millones de indígenas.
El oro y las perlas –que fueron menos de lo imaginado– dejaron de ser la única atracción. El otro oro fueron los cuerpos. Esa posibilidad de destape y libertad (sexual) en Europa que sólo asomaría en la explosión cultural del inminente Renacimiento.
Se ha escrito acerca de otros móviles parciales para la Conquista: la propaganda religiosa, la expansión imperial, la búsqueda de riquezas. Se acalló, con pudibundez sospechosa, ese elemento erótico que popularizó el fervor de América en todas las clases sociales de Europa (incluidos los malos eclesiásticos, que los hay siempre.)
Al poco tiempo, los locales seguramente sintieron que los invasores, más que imponer su España, parecían estar huyendo de ella. Aquella España exhausta de medievalidad, donde las únicas luces eran las hogueras de la flamante persecución contra los judíos.
América pronto constituiría la posibilidad de ser: un porquerizo podía coronarse virrey, y un cura de aldea, empurpurarse con una velocidad social que nunca ofrecería aquella Europa de ritos feudales.
Los transmarinos, con una inconsciencia y tenacidad sin par en la historia, se adentraron desde las costas hacia esas misteriosas y peligrosas tierras, todavía más inseguras que la mar océana.
Los nativos los observaron desde la manigua, desde los cerros. Comprendieron que ese signo de cruz que se repetía en los estandartes concitaba sus fuerzas: se trataba de un dios‑hombre increíblemente bondadoso y también de un instrumento de tortura. Supieron que la religión de los iberos no les exigía otra ablución aparte del bautismo, y que se trataría de una fe seguramente dual porque ni la proclamada caridad ni el mandato de amor impedían matanzas ensañadas como la de Cajamarca o México. “A Dios rogando y con el mazo dando”.
Comprendieron también que nada podrá detener a los blancos: eran el renacimiento de Occidente en acción, desconocían el pesimismo (palabra que sólo reencontrarían con Schopenhauer); no podían imaginar un futuro más sensato que el de extender su presente y su realidad. Este es el secreto de los imperios triunfantes (Roma frente a Grecia); la duda no es solamente la decadencia, es el fin. Y los invasores eran tan optimistas que ni siquiera oliendo la sangre de las matanzas dejaban de creer que estaban haciendo el bien. Al eliminar al opositor, sólo sentían que aliviaban al mundo de un error. Ellos, los grandes exportadores de la culpa metafísica, supieron vivir sin culpa el crimen histórico. Casi sin excepción, se desconoce conquistador que haya perdido el sueño o haya muerto con lamentos de arrepentido.
Esta fuerza explica la persistencia, los desconcertantes triunfos.
Días y meses de marcha por desiertos lunares como los del Perú o la Puna. Calcinados por el sol y cargando yelmo, coraza, víveres, biblias, arcabuses y escapularios.
Salvo excepciones, no consideraron necesario hacer constar en la crónica que bebieron sus orines y el de sus mulas; que a veces hirvieron y comieron su calzado (tal vez la mayor hazaña alimentaria que se haya registrado en la historia, quizá más difícil y más original que el canibalismo usado en el primer Buenos Ayres.)
De las privaciones pasaban a la jocundia militar: alegrías de guerra, que era la posibilidad de probar sables y prestigios de coraje. Trescientos enfrentaban ejércitos de cincuenta mil. Un puñado cercaba una ciudad. Se curaban las heridas con un hierro al rojo y después emparejaban el estropicio con cera o sebo animal. Con los años se jactaban de las cicatrices castrenses como de viejas amigas.
Eran inconscientes de cumplir la mayor hazaña militar que se recuerde. Sólo querían ascensos o soñaban con la posibilidad de independizarse estableciendo huertas felices como las de Andalucía, con toros e improbables olivares. Marchando por los desiertos, se mantenían férreamente desunidos por rencores de lavanderas: delaciones, calumnias, complots nocturnales. Sólo eran leales al coraje y la ambición.
Inconscientes también de toda retórica heroica, a la noche se podían jugar al mus el disco solar, el incario, de oro macizo (lo hizo Mancio Sierra de Leguisamo), o recién conquistada y atribuida por el infaltable escribano.
Algunos trataron a las reinas locales como prostitutas, pero tantos se enamoraron de la última india y se casaron con pompa madrileña en las flamantes catedrales indianas.
Cayeron en la fascinación de las maravillas y el peligro de América. Vivieron aquí todas las fantasías posibles: en un día pasaban de emperadores a esclavos o prisioneros en harapos.
Descubrieron cataratas cuya belleza los hacía orar de rodillas o recordar versos olvidados. Contemplaron pájaros de plumaje ducal y flores espléndidas que bajaban en mantos en torno de los palmares.
Los locales estaban vencidos antes de la batalla. Meditar acerca de la decadencia es estar ya en ella. Comprendían que el pesimismo se confirmaba: había llegado el tiempo del sol negro, el eclipse de sus civilizaciones.
De nada valían los grande ejércitos ni los imperios más perfectos contra aquella España de rueca y aldea de adobe. (La Villa Mayor de Madrid era un andurrial fangoso en comparación con ese Cuzco de piedra noble que ya conocía el agua corriente)
Los protagonistas eran superhombres nitzscheanos: Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que podía atravesar a pie desde Vancouver hasta Asunción; Ponce de León, buscando la eterna juventud; Irala; Balboa; Alvarado. Hombres de naufragios y desafíos. Vivían la guerra como una fiesta y, si podían, la paz como placer. Cristianos de intención, pero intensamente paganos (habitaban los dos rostros de Occidente: eran tan romanos como católicos).
Los locales los vieron avanzar y vencer. En ellos descubrieron Europa, que era un toro bifronte e invencible.
*Diplomático y escritor.