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vida cotidiana

Dos soles

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Me lo imagino a don Anthelme mirándome con cierto desdén desde el paraíso en donde, sin ninguna duda, está sentado en una cómoda butaca tapizada en terciopelo granate a la diestra de Dios Padre. Supongo que debe haber estado a punto de mandarme un mensaje, no sé si por mail, imagino que no, pero por hálito sagrado o a cargo de mi ángel de la guarda, para hacerme saber que no merezco ni un segundo de su augusta atención y que no lo mereceré hasta que no ponga en práctica por lo menos las indicaciones básicas que él supo tan bien dejar asentadas en su obra. Su tratado clásico, ese primer texto de gastronomía en la historia del mundo. Que otros tratados escribió, como prestigioso jurista que era. Pero yo he leído y releído con deleite todo lo que el distinguido caballero tuvo que decir sobre las muy importantes actividades que se desarrollan en la cocina: sobre los alimentos, la conducta a la mesa, las invitaciones, los miramientos y cuidados, las conversaciones y en general la filosofía de las gentes que como él, como usted o como yo, aprecian un yantar apetitoso, en buena compañía, regado con vinos generosos y frases ingeniosas, a veces también filosas como los cuchillos, a veces lisas y brillantes como las cucharas o incisivas como los tenedores y transparentes como los cristales que lucen sobre las mesas tendidas. Y, no, don Anthelme, créame, yo a usted lo respeto mucho y ojalá pudiera tener todos los días o dos veces por día, el escenario que acabo de pintarle. Pero la vida en este siglo, mi querido señor, ya no es la vida de 1790, de 1820, como usted se habrá enterado. Y si bien es cierto que yo, como su humilde discípula, reniego de comidas industriales, “taaaan prácticas” como dicen las amas de casa apuradas, y “taaaan ricas” como dicen los chicos y los adolescentes, y me declaro partidaria y trabajadora de caldos caseros y dulces aromados y licores destilados en los fondos de un jardín, y adoro los fuegos lentos de mi cocina sobre los que se asan y se hacen carnes y vegetales, hoy, acosada por una agenda exigente en lo social y en lo profesional, crucé la avenida San Martín, me senté a una mesa en el “Tomasa” y me hice servir una montaña de crocantes papas fritas coronada por dos huevos fritos cremosos y brillantes como dos soles.

Ya sé: usted lo deplora. Pida permiso allá arriba y véngase un día de éstos a Rosario, zona sur, y va a ver lo que es bueno.

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