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despedir a un grande

Duelo

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Se nos fue Madiba. Concedo que ese pronombre puede considerarse erróneo puesto que no soy sudafricana, nunca fui a Africa, soy blanca, no sufrí discriminación. Pero es que yo lo quería, de veras lo quería, como si hubiera estado en contacto con él todos los días. Nunca lo vi, nunca lo tomé de la mano, nunca lo miré a los ojos. Pero sí sé que se fue al Paraíso. Caminando, sí, porque era modesto. A pie, un pie detrás del otro por el camino. Él, que hubiera podido irse en una carroza al lado de la cual la de la reina Isabel de Inglaterra parecería un sulky trajinado y viejo. A pie se fue despacito y nos dejó y estoy segura de que el Padre Eterno ya había dado instrucciones para que le prepararan el mejor y más mullido de los sillones que hay en el paraíso, y mire usted que hay muchos. Pero el mejor y en el mejor lugar desde el que tener una vista privilegiada del universo entero con sus galaxias y su materia oscura y sus mundos y sus estrellas y sus cometas y sus gentes. Y allí debe  estar sentado ahora y los ángeles menores, esos que no son demasiado espectaculares ni brillantes pero que son buenos tipos, un poco curiosos y a veces hasta retobados, pasan por ahí sin hacer ruido de alas, para mirarlo. “Es Madiba”, dicen. “Oooooh”, exclaman. Y lo miran. Pero él ni se da cuenta; está muy ocupado ante el paisaje que pocos han visto y que pocos verán (Gandhi, desde ya. Y la Madre Teresa y San Francisco de Asís…) y se siente muy feliz con el espectáculo y piensa que en vida no se le hubiera ocurrido que lo iba a ver. Que estuvo muy ocupado como para pensar en el universo. En la cárcel, por ejemplo. Cuando lo hostigaban y lo maltrataban y se burlaban de él y lo herían, ¿pensó en el espectáculo de estrellas de oro y nubes de plata y diamantes que ve ahora? Pero no, claro que no. Pensaba, con esa mirada interior que había aprendido a lo largo de la vida, en sus hermanos negros y en sus hermanos blancos y se decía que eran desdichados, unos porque sufrían opresión y suplicio; los otros porque encontraban placer en martirizar a los débiles. Pensaba que estaba en la cárcel y que desde la cárcel poco, mejor dicho nada, podría hacer. Pero sabía que iba a salir de allí. Se lo decían sus huesos y las circunvoluciones de su cerebro. Se lo decían sus carnes torturadas y sus vísceras hambrientas y sedientas de alimento y de justicia. Y seguía pensando y pensaba en los que no tenían casa ni alimento ni consuelo; en los chicos abandonados y las muchachas violadas y los hombres desesperados; y se decía que las mujeres y los hombres estaban locos, locos de dolor y de carencias, y que había que poner coto a esa locura. Sabía, mientras pasaba hambre y frío y soledad, que esas criaturas, sus hermanas, sus hijos, los hijos y hermanas y madres de los demás, merecían, necesitaban que alguien se ocupara de ellos. No, no que fuera precisamente él que tuviera que hacerlo, pero alguien, ya se vería quién. Y que mientras tanto, cuando saliera de ese agujero frío, sucio y cruel, les hablaría a las gentes, a los blancos, a los negros, a quien fuera, a quienes se le pusieran a tiro. No, le decía su voz interior, no hemos nacido para el sufrimiento, el castigo, la dominación, la mentira, la miseria, y quienes hacen que otros vivan en ese barro son más desdichados aun que aquellos que lo sufren. Tampoco creía que fuera él quien tuviera que hacer la tarea de salvación. Pero sí estaba decidido a hablarles, a todos decirles que hay que vivir de otra manera, que hay que vivir para el otro, para el hermano, para el que se nos parece, para el que es distinto.

Y mientras, allá afuera su nombre crecía  poco a poco y lo pronunciaban más mujeres desventuradas, más hombres transidos de dolor, más críos que lloraban. Y crecía. Su nombre, digo. Creció hasta que llegó la hora.

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También llegó, como él sabía que llegaría, la hora de la muerte. Y aquí estamos de duelo. Un duelo que va desde los cantos y los bailes que lo hacen sonreír hasta los discursos altisonantes llenos de palabras pomposas que también lo hacen sonreír porque finalmente, lo sabe, todos somos iguales, nunca en la crueldad pero sí tanto en la felicidad, como en la desdicha, tanto en la tontería como en la sabiduría.