El Estado Universal Homogéneo se enfrenta a un problema que merece un debate responsable e imaginativo. Por un lado, sabemos que el crecimiento poblacional agobia el planeta a un punto ya sin retorno. Las advertencias han sido formuladas y la única manera de combatir la superpoblación es evitando la reproducción descontrolada de la especie humana (y, además, la extinción de las demás especies, que tienen tanto derecho como nosotros a habitar un propio mundillo).
El asunto es correlativo con la decreciente demanda de mano de obra, gracias a (o por culpa de) la mecanización de los trabajos: no sólo el campo, sino la producción industrial, tiende a la robotización. Ahora bien, porque la técnica médica ha aumentado considerablemente la expectativa de vida, en todas partes, sucede que las cajas previsionales y los sistemas jubilatorios entran en crisis: los aportes de los trabajadores ya no alcanzan para pagar los retiros de quienes trabajaron toda su vida y aportaron al sistema. Teniendo en cuenta la tendencia al envejecimiento poblacional (porque los nacimientos son menos, y porque la gente disfruta justamente de la vida durante más tiempo) y la disminución de los aportantes al sistema, es evidente que más temprano que tarde se llegará a un callejón sin salida. ¿Qué hacer? ¿Dejar a los viejos librados a sus propios recursos? El asunto es no solo injusto sino además ilógico, porque la materia viva, cuyo cuidado es la responsabilidad del Estado, no es de mejor calidad cuando la edad es menor. Adolfo Bioy Casares imaginó una novela que enfrentaba generaciones, Diario de la guerra del cerdo. No es, por lo tanto, extraño que Argentina haya demostrado que está dispuesta a librar batalla por la seguridad y la salud de sus viejos. Es muy probable que en todos los lugares del mundo comiencen a suceder acontecimientos similares.
Aumentar la edad jubilatoria o disminuir los montos correspondientes a las jubilaciones es una solución transitoria y, además, injusta. La ley de reforma previsional que propuso la actual administración y que consiguió su aprobación mientras Buenos Aires era demolida ante las cámaras demostró poca imaginación y poca inclinación al trabajo, como casi todas las medidas de este gobierno que se limita a definir sus objetivos según lo que se lee en la página de Naciones Unidas.
Propongo una salida que no daña la vida: pongan una tasa a los robots que trabajan en las fábricas. No creo que ellos tengan problema cuando alcancen la edad de su retiro.