Se suele argumentar que un programa orientado a reducir la inflación implica un “ajuste”, que tiene consecuencias negativas sobre el crecimiento y la equidad. Si eso fuera cierto parecería difícil encontrar el sustento político para un programa de ese tipo. El error que subyace en ese argumento, es no entender que el ajuste ya se está produciendo y es consecuencia de la inflación. Es la inflación lo que aumenta la incertidumbre y, con ello, reduce la inversión, el crecimiento y la creación de empleo. En otras palabras, la ausencia de un programa antiinflacionario está generando ajuste, distorsiones y menor equidad. En palabras de Perón el 1º de junio de 1949: “al principio la inflación parece tener efectos benéficos porque se da en el contexto de aumento de la actividad y la ocupación, pero sin embargo, después genera desajustes entre las diversas ramas de la economía, desaparece la estabilidad de los negocios, hay crisis de divisas, carrera entre precios y salarios y puede relajarse la moral y la confianza”.
Por lo tanto, la reducción de la inflación es una política que contribuye al crecimiento y la equidad y la ausencia de una política antiinflacionaria es lo que lleva al atraso y a la pobreza. Se podría seguir argumentando que si bien ése es el resultado en el mediano plazo, hay ciertos costos políticos que pagar en el corto plazo. Puede ser, pero no tiene porqué serlo. La Argentina es el país con la inflación más prolongada y probablemente la más alta del mundo en las últimas siete décadas, por lo que ha sido un laboratorio de distintos programas que han intentado controlarla. La historia nos muestra que hay cuatro que sobresalen por su efectividad en reducir la inflación en un contexto de recuperación del crecimiento: Gómez Morales en 1952, Krieger Vasena en 1967, el Austral (Sourrouille) 1985 y la Convertibilidad (Cavallo) en 1991. No se nos escapan varias diferencias entre esos programas en distintos aspectos, pero lo que aquí queremos subrayar es que los cuatro combinaron en distintas dosis políticas de ingresos con reducción del déficit fiscal, del ritmo de creación de dinero y de la tasa de devaluación. Los dos primeros fueron aplicados cuando la tasa de inflación tenía niveles similares a las actuales; los segundos con tasas de inflación por lo menos diez veces superiores. En los cuatro casos, la recuperación del nivel de actividad económica fue casi instantáneo.
En todos esos programas hubo un acuerdo explícito o implícito de los distintos actores económicos para moderar, al menos por un tiempo, la puja distributiva. Dejando de lado el programa de 1967, ya que en dictadura los mecanismos políticos de demandas sectoriales “están contenidos”, es conveniente recordar las razones de ese “consenso”. En el Austral y en la Convertibilidad el acuerdo implícito fue posiblemente fruto del espanto asociado con la elevada inflación previa, o sea el caos previo fue relevante para generar el apoyo de la población. El plan de 1952 contó con el capital político de Perón, su férreo control de la CGT y una oposición con escasa capacidad de hacerse escuchar.
¿Y el costo político? Alfonsín ganó las elecciones parlamentarias de 1985, Perón las elecciones a vicepresidente de 1954 y Menem las legislativas de 1993. Una combinación perfecta: crecimiento, empleo y apoyo ciudadano.
Entonces, ante la pregunta de si se pueden reducir o eliminar los costos de corto plazo que suelen asociarse con un programa antiinflacionario, la respuesta es que se puede. Al mismo tiempo, los innumerables fracasos en reducir la inflación son una muestra de que no es una tarea fácil. Yendo ahora a la situación actual, hay dos problemas que complican el panorama. El primero se vincula con la capacidad del Gobierno de lograr ciertos consensos mínimos, ya que por ahora, no hay “espanto” ante la situación actual, y hay dudas de que exista el suficiente capital político para lograr un acuerdo con los distintos actores. El segundo, se refiere a la diferencia respecto de los cuatro programas mencionados en el conjunto de precios relativos iniciales. Sin duda la distorsión de precios relativos es mucho mayor en la actualidad que al inicio de cualquiera de ellos. Eso introduce una dificultad adicional, porque no es sencillo corregir precios relativos cuando se intenta reducir la tasa de inflación, ya que los distintos actores pueden percibir que no se está cumpliendo el acuerdo explícito o implícito previo y, por ende, podrían intensificar sus demandas.
En ese contexto las autoridades pueden plantearse ciertas correcciones de precios relativos previas a un ataque frontal a la inflación. Sería entendible, pero en el proceso se debería dar señales claras de cambio en el rumbo de las políticas fiscales y monetarias. Es una alternativa posible a la luz de las moderadas expectativas positivas que acompañaron el cambio de gabinete, aunque los tiempos no dejan mucho margen, porque sin un programa antiinflacionario será difícil sostener esas expectativas
*Ex ministro de Economía.