COLUMNISTAS
Asuntos internos

El ananá como obsesión

16-4-2023-Logo Perfil
. | CEDOC PERFIL

¿Cómo es posible que un fruto para nosotros tan vulgar, tan fácil de encontrar, tan despreciada –pienso en la pizza de ananá, que a muchos, con solo leer el nombre, hace vomitar– haya sido un símbolo de prestigio, de riqueza y hasta de excentricidad? Originario de la zona de la Triple Frontera, la naturaleza, siempre ignorante de los confines, gestó allí ese fruto delicioso, dulcísimo y deletéreo. El nombre deriva del guaraní naná naná, que significa “perfume de los perfumes”. Nombre justo. Vaya uno a saber gracias a qué extrañas migraciones el ananá terminó cultivándose en la isla de Guadalupe, donde Colón la probó en su segundo viaje y decidió exportarla a Europa. Y allí, a partir de entonces, ocurrieron cosas extrañas.

Lo cuenta el periodista holandés Lex Boon, colaborador del diario Het Parool, en su libro Ananá. Viaje al descubrimiento de un mundo sorprendente (no corran a buscarlo, no está traducido). Pero lo de Colón era conocido. Menos conocido era por ejemplo, que la primera descripción con que se cuenta de un ananá fue escrita (y dibujada, también por primera vez) por el español Gonzalo Fernández de Oviedo a mediados del siglo XVI. Dice Lex Boon que la descripción de Oviedo parece “casi una carta de amor”. En Europa el ananá gustaba porque era nuevo, un poco como resultó para nostros el kiwi cuando apareció a fines de los años 80, solo que el kiwi nunca resultó para nosotros tan caro como lo era para los aristócratas europeos de los siglos XVI, XVII y XVIII.  Los nobles pagaban mucho por ellos, demasiado, y de ese modo demostraban al resto su calidad de vida y hacían gala de su poderío. Según los cálculos de Lex Boon, sería como si hoy un ananá costara más o menos 7 mil dólares. Poner en la mesa un fruto tan exótico, tan caro y tan exquisito hacía que el noble en cuestión consiguiera lo que quisiera; admiración, la mayoría de las veces, aplausos y la expansión veloz de todo tipo de comentarios: si ponía en la mesa un solo ananá, poco tiempo después seguramente se hablaría de que en la mesa había uno para cada comensal: la gente siempre amó exagerar. 

Otra que escribió sobre el ananá es la británica Francesca Beauman, que le dedicó al fruto otro libro: The Pineapple: King of Fruits (El ananá: rey de las frutas; tampoco fue traducido), que dice que en esa época, comer un ananá era como hoy “comerse un bolso de Gucci”. Cuenta Beauman es que en el siglo XVIII, para los banquetes, los que no podían darse el lujo de comprar un ananá, lo alquilaban.   Y al que ni siquiera le daba para eso, se lo hacía bordar en las servilletas, o lo exhibía pintado en un cuadro o dibujado en la vajilla. Eso explica que aún hoy aparece misteriosamente en la cima del trofeo de Wimbledon: como el trofeo, es algo de lo que podían disfrutar muy pocos. 

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

En 1675 Carlos II de Inglaterra se hizo retratar por Hendrick Danckerts recibiendo de manos del jardinero real John Rose, un ananá recién cultivado. Muchos se creyeron el engaño, y Carlos II pasó a ser el primero en cultivar ananá en Inglaterra, pero según la reconstrucción de Beauman, ese ananá también era importado. De Barbados, más precisamente, que entonces era una colonia del Reino Unido.

Cuenta Lex Boon que la idea asociada al ananá de opulencia hizo que apareciera también como ornamento arquitectónico. El ejemplo más conocido es el que aparece en la cima de una torre de Dunmore Park, una residencia construida en Escocia en torno a 1760. Dice Lex Boon: “No había ninguna razón para hacer construir un ananá gigante y sin ninguna utilidad en medio de la nada. En cierto modo, Lord Dunmore lo hizo simplemente porque podía”.  

Hasta David Copperfield, en 1850, según cuenta Dickens, cuando no tenía ni un penique, se iba al mercado de Covent Garden solo para contemplar los ananás.